Aún era demasiado temprano. El cielo, de un azul abismal, parecía suspendido en un instante congelado, dudando entre la promesa del alba y la obstinada persistencia de la noche. La ciudad seguía dormida, entumecida bajo un velo de silencio, como si contuviera la respiración para no perturbar el frágil equilibrio de aquel intervalo incierto.
El frío no era solo una sensación. Se arrastraba, se filtraba en cada rincón de mi ser, como una entidad viviente, una mano invisible que me ceñía con una determinación implacable. No me abandonaba. Estaba ahí, compañero silencioso de mi espera, intensificando la quietud opresiva de ese momento.
Y, sin embargo, no cedía. Aquella mañana, no era solo un hombre en el frío. Era una voluntad esculpida por la obsesión, una sombra más entre otras, al acecho, listo para capturar el instante en que todo cambiaría.
Llevaba horas esperando, mis pensamientos tejidos como una telaraña, delicados pero firmes, preparados para atrapar la menor vacilación. La espera era una prueba, un rito necesario. Todo dependía de ese momento, y no podía permitirme flaquear.
Me había preparado meticulosamente. Mi plan era simple, casi ingenioso en su aparente humildad: jugar la carta de la vulnerabilidad. No una vulnerabilidad sincera, por supuesto. Una vulnerabilidad hecha a medida, calculada con precisión. Era una estrategia, una máscara que vestiría para obtener lo que quería. No era por ella. Era por mí. Porque al interpretar ese papel, sentía que dominaba la comedia que había escrito y en la que ambos éramos personajes.
El silencio a mi alrededor era más que la ausencia de sonido. Pesaba sobre mis hombros, asfixiante, casi tangible. Cargaba verdades que me negaba a escuchar, verdades que me esforzaba en enterrar bajo mis planes meticulosamente trazados. Cada latido de mi corazón resonaba en aquella oscuridad sonora, como un recordatorio implacable de la inminencia del momento.
Y entonces, apareció.
Primero, una sombra. Luego, una silueta. Finalmente, una presencia. Mi aliento se suspendió, tomado como rehén por una emoción brutal y contradictoria. Triunfo. Alivio. Miedo. Mi cuerpo reaccionó antes de que pudiera formular un pensamiento. Un escalofrío me recorrió, ardiente y helado a la vez, como si cada fibra de mi ser respondiera a su aparición.
Surgió de la sombra de su edificio, envuelta en la incierta luz de la mañana. La niebla parecía haberla moldeado, etérea e inasible y, sin embargo, aterradoramente real. Sus pasos, lentos y medidos, rompían el silencio, pero con ellos traían una gravedad, un peso que sentía en cada eco contra los muros de la calle.
Ella avanzaba.
Hacia mí.
Hacia este momento que ya no podía retrasar.
Cada paso que daba acercaba el punto de inflexión. Y yo, atrapado en la attente, debía luchar contra ese miedo sordo que amenazaba con invadirme, ese temor insidioso de que mi plan pudiera fallar.
Pero tenía que recordar mi papel. No titubear. Cada detalle importaba.
Inspiré profundamente, lento y medido, antes de prepararme para enfrentar la mirada de Elena.
Su atuendo era simple, pero con una elegancia discreta, como una promesa de ligereza en un mundo que pesaba demasiado. Inclinó la cabeza hacia la izquierda, un gesto medido, una danza familiar, mientras su mano derecha se deslizaba lentamente para sacar su móvil de su bolso. Lo sabía. Quería huir de mi mirada, evitarla como una espina bajo la piel.
Me enderecé entonces, un solo paso adelante, un paso hacia ella. La presión a mi alrededor se volvió palpable, como una red invisible que yo mismo tejía, y el frío del aire se intensificó de repente, más crudo, más directo, penetrando mi ropa, infiltrándose en mis huesos. Cada respiración se volvía más difícil, cada latido más pesado. Pero no iba a ceder. No ahora.
Ella avanzaba, con la cabeza hundida en su teléfono, su mundo atrapado en esa pantalla. Su indiferencia me golpeó como una descarga. No veía nada. Ya no me veía.
Permanecí sereno. Me lo esperaba, después de todo. Lo había previsto en este guion que yo mismo había escrito. Me quedé ahí, inmóvil, observando, esperando el momento en que estaría a la puerta de mi voz. Una sonrisa ligera, perfectamente calculada, se dibujó en mis labios. Era a la vez un alivio — el de verla de nuevo, de recuperar la escena de esta comedia — y un remordimiento cuidadosamente diseñado, que quería que ella leyera entre líneas sin comprender su verdadero origen.
Cada paso que daba hacia mí era una estrella cayendo en la noche de mis pensamientos. El aire se volvía más denso, más asfixiante. La distancia entre nosotros se reducía y, con ella, el eco de mis emociones, un torbellino entre el miedo al fracaso y la confianza en mi estrategia, entre el orgullo que me impulsaba a jugar el papel de amo de la escena y la mentira que me envolvía como una telaraña.
Mi corazón se desbocó. Brutalmente.
Mi respiración se aceleró. Demasiado rápido. Demasiado fuerte.
El instante casi se me escapaba.
Duda. Excitación. Mezcla inestable.
Pero la excitación dominaba. Siempre.
Me devoraba. Me empujaba. Avanzar. No flaquear.
Demasiado tarde para retroceder.
Demasiado lejos para dudar.
No ahora. No aquí.
Y entonces, tras dos minutos que me parecieron una eternidad, ahí estaba ella. Justo frente a mí. Un aliento entrecortado, un latido acelerado. La adrenalina latía en mis venas. El momento había llegado. Lo había imaginado tantas veces, anticipado hasta el más mínimo detalle. Todo estaba en su lugar. Todo estaba calculado. Solo faltaba una palabra. Un gesto. Tenía que romper el silencio.
Inspiré, con la sonrisa suspendida en mis labios. Ligera. Perfectamente dosificada. Una apertura, una invitación.
— Buenos días, Elena…
Un saludo, un puente tendido.
Pero el silencio... Nada.
El viento silbó a mi alrededor, el roce del aire sobre mi piel como una respuesta muda.
Ella no respondió. Sus ojos, invisibles, seguían clavados en el suelo y ya, se alejaba. Un movimiento brusco, una esquiva.
Un golpe. Un rechazo.
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Editado: 14.04.2025