Donde el Amor se Pierde y Renace...

Capítulo 12: Los Vestigios de una Mentira

La idea de abandonarlo todo me rozó fugazmente la mente. Una huida. Una salida fácil. Pero sabía que rendirme ahora sería una confesión de derrota. Un acto de cobardía.

Elena caminaba a mi lado, su paso rápido revelando su irritación. Su bolso oscilaba levemente en su hombro, un ritmo disonante con el eco sordo de nuestros pasos. El silencio entre nosotros era denso. Una losa sofocante. A cada segundo, sentía su paciencia desmoronarse, deslizándose como arena en un reloj invisible.

Sus gestos hablaban por ella. Sus dedos crispados en la correa de su bolso. Su mirada fugaz, anclada en el reloj de su muñeca. Como si el tiempo, también, conspirara para borrarme. Todo en su postura, en su respiración contenida, gritaba su deseo de huir. Pero tenía que hablar. Ya no tenía elección.

Mis pensamientos chocaban entre sí. Las palabras no llegaban. Una tormenta muda estallaba dentro de mí, paralizándome con cada intento. Y entonces, mis ojos se posaron en un banco. Ahí. A unos metros. Gastado por el tiempo. Abandonado bajo la sombra de un árbol marchito. Un banco cualquiera y, sin embargo…

Parecía un refugio. Una pausa en el bullicio de la calle, en el caos de mi mente. Reduje el paso. Instintivamente. Elena siguió caminando unos pasos más antes de detenerse en seco. Se volvió hacia mí, su mirada afilada, cortante como una hoja.

—¿Qué más? —Su voz rasgó el aire. Seca. Fría. Más punzante aún que su mirada.

Señalé el banco con un leve movimiento de cabeza. Casi con timidez.

—Podríamos sentarnos ahí. Solo… para que pueda explicarte.

Una vacilación cruzó su rostro. Una fracción de segundo. Su mirada saltó del banco a mí. Luego, de nuevo, al banco. Sus labios se fruncieron. Vi la lucha en sus ojos. Las ganas de decir que no. Pero suspiró. Largo. Fastidiada.

—Cinco minutos, Bastien. Ni uno más.

Asentí. Aliviado. Casi agradecido. Caminamos hacia el banco. Me senté primero, en el centro. No por cálculo. Por instinto. Tal vez para reducir la distancia entre nosotros.

Elena, en cambio, se sentó en el extremo. Lo más lejos posible. Su bolso en el regazo, sus manos aferradas a las asas como si fueran una barrera invisible. Su espalda recta. Rígida. Inmóvil. Sus ojos evitaban los míos, clavados en un punto impreciso frente a ella.

Daba ligeros golpecitos al bolso con las yemas de los dedos. Movimientos casi imperceptibles. Pero su pie tamborileaba contra el suelo, delatando la impaciencia que intentaba contener.

El silencio cayó entre nosotros. No era un simple vacío. Era una amenaza. Una hoja suspendida sobre nuestras cabezas, lista para caer. Jugueteé nerviosamente con los dedos. Movimientos automáticos, para ocupar una mente que tambaleaba.

Me faltaba el valor. Sabía lo que debía decir. También sabía lo que significaba.
Clara. Hasta su nombre era una astilla clavada en mi piel. Una herida que arrastraba desde hacía demasiado tiempo. Y, sin embargo, era la única arma que me quedaba.

Respiré hondo. Pero el aire me huía, como si mi propio cuerpo se negara a darle paso a esas palabras. Sabía que estaba jugando una carta peligrosa. Tal vez la última. Cada segundo de silencio pesaba más. Cuanto más lo postergaba, más me aplastaba la verdad. Y ahora que estaba aquí, frente a Elena, lo entendía al fin. Hablar no era solo difícil. Me costaba. Más de lo que jamás habría imaginado.

—Sabes —comencé en un susurro, mi voz apenas un eco—, hay cosas que nunca se olvidan, aunque hagamos todo lo posible por borrarlas.

Ella giró apenas la cabeza hacia mí, con el ceño fruncido. Un gesto mínimo, pero suficiente para ver la primera grieta en su coraza. No dijo nada.

Me armé de valor y continué.

—No es una excusa, Elena. Nada de lo que diga cambiará lo que hice. Pero… hay una razón por la que soy así. Por la que reacciono de esta manera.

Cruzó los brazos, dibujando un muro invisible entre nosotros, pero su mirada se afiló, como si intentara desentrañar mis palabras.

—¿Una razón? —repitió, con una ironía mordaz—. Te escucho.

Tomé aire. Mis manos se aferraron a mis rodillas, como si pudieran evitar que temblaran. Las palabras estaban ahí, atrapadas en mi garganta, pesadas como el plomo.

—Hubo alguien —dije al fin, mi voz más áspera de lo que esperaba—. Alguien que me marcó. Que me… hirió mucho.

Sus ojos se abrieron apenas, pero guardó silencio. Me apresuré a seguir, temeroso de perder el poco impulso que había logrado.

—Se llamaba Clara. No fue una gran historia, ni una de esas que parecen sacadas de un cuento. Pero me cambió de una manera que nunca habría sospechado.

Elena desvió la mirada, fijándola en algún punto lejano, imposible de alcanzar. No sabía si era indiferencia o si intentaba asimilar lo que le decía, pero seguí adelante.

—En aquel entonces, aún creía en esas cosas que vemos en las películas. En el amor perfecto, en las almas destinadas a encontrarse. Y Clara… Clara tenía esa luz. Era la chica a la que todos miraban. Popular, radiante, inalcanzable. Una estrella en un cielo que no era el mío.

Hice una pausa. Los recuerdos emergieron con una violencia inesperada, encogiéndome el pecho. Mis manos temblaban y tuve que apretarlas más fuerte para mantener la compostura.

—Le escribí una carta —reanudé, la voz quebrada—. Cada palabra era un pedazo de mí. Una plegaria silenciosa. Una esperanza que ni siquiera me atrevía a pronunciar en voz alta. Se la entregué como quien ofrece un sacrificio, ingenuo, vulnerable. ¿Y sabes qué hizo?

Me volví hacia Elena, buscando su mirada. Ella permaneció inmóvil, pero sus dedos rozaron distraídamente la correa de su bolso. Un gesto diminuto, pero suficiente para darme el coraje de seguir.

—Se rió. No una risa discreta. Ni siquiera una sonrisa incómoda. No. Fue una carcajada cruel, amplificada por los ecos del patio. Esa risa… aún me persigue. A veces resuena en mis noches, como un trueno en medio del silencio.




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