Donde el Amor se Pierde y Renace...

Capítulo 13: El peso del silencio

El silencio. Pesado. Casi palpable. Se extendía entre nosotros como una barrera invisible, un muro que no sabía cómo derribar. Elena no decía nada. Su mirada, perdida en un punto indefinido, buscaba una respuesta. ¿A qué? Lo ignoraba. Parecía explorar un abismo en el que yo no tenía cabida.

Quise hablar. Romper aquel vacío opresivo. Pero las palabras quedaron atrapadas en mi garganta. Quise entender. Saber en qué pensaba. Qué sentía. Pero ella no me lo permitió.

Y, de repente, se movió.

Se levantó de golpe. Su bolso, atrapado por sus dedos con un gesto rápido, tembló apenas bajo la presión de su mano. Sus movimientos eran firmes. Apresurados. Como si quedarse allí se hubiera vuelto insoportable. Como si estuviera huyendo de un peso demasiado grande, algo para lo que no estaba preparada.

Bajó la vista. Un instante fugaz. Sus dedos crispados sobre la correa del bolso, pareció vacilar. Dudar. Su respiración se aceleró, imperceptible. Una sombra cruzó su rostro. ¿Tristeza? ¿Ira? Imposible saberlo. Luego, apartó la mirada bruscamente.

Levanté los ojos hacia ella. Desconcertado. «Elena...» murmure, casi inaudible.

Me interrumpió. Su voz cayó como una cuchilla.

«Tengo que ir a trabajar, Bastien.»

Serena. Pero firme. Una dureza contenida, casi neutra. Como si se obligara a sofocar lo que hervía dentro de ella.

«Necesito pensar en todo esto. Yo... te llamaré.»

Hizo una pausa. Su mirada se encontró con la mía. Un instante suspendido. Turbador.

Determinación fría.

Luego, se dio la vuelta.

Sus pasos resonaron en el aire inmóvil. Lentos. Luego más rápidos. Cada tacón golpeaba el suelo con una precisión implacable. El aroma de su perfume, dulce y familiar, flotaba aún a mi alrededor, como el último vestigio de su presencia.

Me quedé allí. Inmóvil. Congelado en aquel banco helado que, de pronto, me parecía más duro, más frío. El peso de la ausencia de Elena me aplastaba.

Sus palabras resonaban en bucle. «Te llamaré.»

¿Era una promesa? ¿Una excusa? ¿Una ilusión a la que me aferraba desesperadamente? Ese simple futuro me destrozaba. ¿Era una espera impuesta? ¿O una manera cortés de decirme que no habría nada más?

Se alejaba.

Con cada paso, se llevaba algo. Fragmentos de nuestro encuentro. Respuestas que quizás nunca tendría.

Y yo me quedé allí. En ese silencio.

Incapaz de moverme, prisionero de lo que ella no había dicho.

Ese silencio... No era solo el suyo. También era el mío. El de mis preguntas sin respuesta. El de ese vacío que dejaba en mí, un eco sordo que no sabía cómo llenar.

Esperé. Hasta que su silueta desapareció al girar la esquina. Sin moverme. La mente confusa.

No entendía. Su reacción me escapaba. No me lo esperaba. Y la expresión en su rostro antes de irse... Era indescifrable para mí.

Tenía esa mirada... en algún lugar entre el dolor y la distancia. Pero ¿por qué? ¿Qué había visto o sentido que se me escapaba? ¿Y por qué me obsesionaba tanto?

Esta escena no debería haber terminado así.

—Bueno, al menos lo di todo.—

Esas palabras, murmuradas para mí mismo, sonaban vacías. Como un intento torpe de consolarme.

Me levanté del banco, con las piernas pesadas, y dejé que mi mirada se perdiera una vez más en la dirección por donde ella se había alejado. Nada. Ninguna señal de ella. Se había ido. Y en el fondo sabía que no volvería. No de inmediato.

Pero una parte de mí quería creerlo.

Me quedé mirando el vacío. Más tiempo del que pensaba. El aire parecía detenido a mi alrededor, como si el mundo hubiera dejado de girar. Luego, a regañadientes, me di la vuelta y me fui también.

—Dijo que llamaría.—

Me aferraba a esa frase. Trataba de convencerme.

Pero, en el fondo, no lo creía realmente.

Ya no sabía qué creer.

Un paso, casi sin avanzar. Me obligué a regresar a casa. Cada paso, pesado y agotador, me alejaba un poco más de ella. Y, con cada paso, ese sentimiento de derrota se asentaba en mí.

Mi apartamento parecía distinto. No. Era yo quien era distinto. Porque, en realidad, no había regresado.

Mi mente seguía en ese banco fatídico, reviviendo esa escena inasible.

¿Por qué? ¿Por qué había reaccionado así?

¿Qué le había dicho? ¿Qué había hecho?

Nada parecía claro. Nada. Todo se confundía.

Entendía que tenía que irse al trabajo, pero lo que realmente me inquietaba era esa expresión en su rostro. Esa mirada.

¿Había fallado?

Nada había salido como lo había imaginado, por supuesto. Pero había creído haber jugado bien mis cartas.

Quizá fue un error contarle mi pasado con Clara. Quizá...

Sin embargo, en ese instante, al mencionar su nombre, había sentido su presencia. Tan viva. Como un susurro en mi cabeza.

Clara. Aún me miraba. Nunca se iba del todo.

Sacudí la cabeza, intentando alejar ese recuerdo. En vano.

El apartamento estaba vacío. Silencioso. Y sin embargo, ese silencio resonaba.

Un eco sordo martilleaba en mis sienes.

Cada ruido —un crujido de la madera, el zumbido lejano del refrigerador— se volvió ensordecedor. Irreal.

Ese silencio me devoraba.

La noche cayó. Lenta. Cruel.

Los segundos se estiraban, convirtiéndose en minutos, en horas.

Cada tic-tac del reloj resonaba como una burla.

Dijo que llamaría.

Esa frase giraba en bucle. Como un disco rayado. Como una promesa suspendida.

La noche me encontró en esta espera. El tiempo, mi verdugo, se negaba a avanzar.

Y yo seguía allí. Paralizado. Prisionero de esa promesa.

Ella llamaría.

Quizá.

Quizá no.

¿Y si no lo hacía?

Entonces, el sueño, mi salvador, me arrastró consigo. Debió haber sentido lástima por mí. Mi mente, agotada, encontró al fin un respiro, temporal y engañoso.

Por la mañana, mi bandeja de entrada fue lo primero que me recibió.

Toqué nervioso la pantalla. La luz azulada me cegó un instante. Un segundo de vacilación, luego apareció la lista. Vacía. Ningún mensaje.




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