Donde el Amor se Pierde y Renace...

Capítulo 14: El Tablero de los Corazones

Inspiré hondo, intentando calmar la tormenta que rugía en mi interior. No debía permitir que mi voz traicionara nada. Ni la agitación febril que hacía temblar mis dedos, ni esa espera insensata que me consumía por dentro. No podía darme el lujo de estar ansioso. No debía.

El silencio se extendió un instante después de que contestara. Solo un soplo, tenue, casi imperceptible al otro lado de la línea. Un segundo que pareció estirarse fuera del tiempo, suspendido entre el deseo y la contención. Y luego, al fin, su voz.

—Bastien...

Una sola palabra, y ya algo vacilaba en mí. Como un hilo invisible tensado entre nosotros, frágil, a punto de romperse al menor error. Mi corazón latía con demasiada fuerza, golpeando contra mis costillas, pero lo ignoré. Tenía que mantenerme impasible. Controlado.

Con una voz neutra, casi desapegada, respondí:

—Sí.

Un instante de calma se instaló, frágil y suspendido, como si el tiempo contuviera la respiración. Al otro lado, percibía una duda, una tensión apenas disimulada que se filtraba en el espacio mínimo entre nosotros. Y entonces, por fin, su voz surgió, suave, pero vacilante, rozando esa quietud como una hoja llevada por el viento:

—Eh... quería hablar contigo.

Parecía buscar sus palabras, tanteando a través de un laberinto de incertidumbres. Ese tono... esa duda... un eco de un sentimiento familiar, esa sensación helada que precede a un veredicto, como cuando se espera una respuesta que ya se teme conocer.

Un viento frío sopló en mí, arrastrando la sombra de una certeza incómoda. Me incorporé ligeramente, fijando la mirada en el vacío, negándome a dejar traslucir la más mínima señal de inquietud.

—Te escucho.

Las palabras se escaparon de mis labios, medidas, precisas, rozando la tranquilidad tensa que se había instalado entre nosotros. Una espera insoportable se extendió, cada segundo evaporándose en un silencio opresivo, cargando el aire como una tormenta a punto de estallar.

Otra vez esa calma infernal. Esa ausencia de palabras que resonaba más fuerte que cualquier respuesta. Sentía mi paciencia desmoronarse, grano a grano, como la arena que se desliza entre los dedos de un condenado que cuenta sus últimos instantes.

La espera se volvió insoportable. Un peso sobre mi pecho, sobre mi garganta. Me negaba a ser prisionero de esa languidez sofocante. Así que, con un respiro, rompí ese silencio opresivo:

—¿Elena? Dijiste que querías hablar conmigo, ¿no?

Mi voz permaneció estable, controlada, pero una fina tensión vibraba en ella, delatando mi impaciencia creciente. Un latido. Dos. Y luego su respuesta, suave, dudosa, pero cargada de una urgencia inesperada:

—¿Podemos vernos? Ahora mismo. Sería mejor... para hablar.

Una petición a medio susurro, como si ella misma dudara de sus propias palabras. Pero detrás de esa vacilación, algo más asomaba. Una necesidad. Una verdad a punto de revelarse.

Extraño. No me lo esperaba. Por un instante, dejé que el silencio se instalara, pesando entre nosotros como una bruma incierta. No tenía ninguna obligación de aceptar. Nada me forzaba. Y, sin embargo... la curiosidad se deslizaba, insidiosa, filtrándose en mí como un veneno dulce y amargo.

—¿Dónde quieres que nos encontremos?

Esta vez, no hubo duda. Su voz sonó más firme, como si mi respuesta le hubiera dado el anclaje que buscaba.

—En el parque, cerca de las residencias. En media hora.

Un latido de ausencia. Una sombra de sonrisa cruzó mis labios.

—De acuerdo.

La palabra se escapó, ligera, casi indiferente, pero dentro de mí, algo vaciló. Una incertidumbre nueva, una grieta en la armadura. Por primera vez desde el inicio de esta comedia, no sabía. Y esa ignorancia me irritaba.

Había pensado que cerraría el libro, que echaría el cerrojo con un parpadeo. Una parte de mí lo había aceptado, se había resignado a ello. Pero no. Quería hablar. Y ese simple hecho abría un campo de posibilidades, un nuevo terreno por conquistar.

La excitación.

El orgullo.

Mis pensamientos se alineaban, metódicos, afilados como cuchillas antes del combate. Avanzaba sobre un mar incierto, pero ya trazaba mi ruta hacia la orilla.

No había lugar para la duda.

No había lugar para la vacilación.

No había lugar para esa sombra persistente llamada remordimiento.

Solo quedaba una certeza.

Era mi última oportunidad.

El parque se extendía ante mí, inmóvil en una calma engañosa. Las ramas de los árboles oscilaban suavemente bajo la brisa, proyectando sombras danzantes sobre el sendero. Elena ya estaba allí, de pie, con los brazos cruzados, la mirada perdida entre el suelo y el horizonte. Una duda suspendida en el filo de sus labios.

Me acerqué sin prisa, cada paso ahondando la espera que nos separaba. Cuando por fin alzó los ojos hacia mí, leí en su mirada lo que ya presentía: la lucha interna, la última resistencia de un castillo de arena frente a la marea creciente.

—Yo... creo que te entiendo —susurró finalmente.

Una frase simple, casi inofensiva. Pero en ella se escondía la confesión de una batalla perdida. Aun así, un último destello de resistencia vibró en su interior. Lo vi en la manera en que su mirada vaciló, en la forma en que sus dedos se crisparon un instante sobre sus brazos cruzados, como si intentara aferrarse una vez más a algo invisible, un vestigio de desconfianza, de prudencia.

—Pero eso no significa que...

Se interrumpió, el final de su frase desvaneciéndose en el aire entre nosotros. Vacilaba, atrapada entre el miedo y el irresistible llamado del precipicio.

Una sonrisa fugaz rozó mis labios. Ya no había nada que decir. Nada que esperar. Vi la sombra de una duda nacer en sus ojos, una duda que solo necesitaba un suspiro para desvanecerse.

Entonces, sin advertencia, rompí la distancia entre nosotros.

Una mano rozó su mejilla, la otra encontró su cintura. Sentí la tensión en su cuerpo, esa infíma rigidez, el último vestigio de una negativa que solo necesitaba desplomarse. Un escalofrío la recorrió, y en ese fugaz instante de incertidumbre, tomé lo que ya era mío.




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