Donde el Amor se Pierde y Renace...

Capítulo 15: El Sabor del Veneno Dulce

Sus labios habían cedido bajo los míos y, sin embargo, la victoria tenía un sabor inesperado. La había conquistado. Por fin. Ese escalofrío de abandono, esa rendición imperceptible en la forma en que sus dedos se aferraban a mí... Todo estaba ahí, inscrito en su aliento, en la tensión que se desvanecía poco a poco bajo la mordida del deseo. Había ganado.

Pero en lugar de la euforia triunfante que esperaba, otra cosa se filtró en mí. Una dulzura extraña, casi perturbadora. Había acariciado tantas pieles, besado tantos labios, y sin embargo, con ella, era diferente. En ese instante, todo desapareció: las dudas, las maniobras, incluso la certeza de mi control. No había juego, ni expectativas. Ni victoria ni derrota. Solo un paréntesis fuera del mundo, un instante liberado de cualquier apuesta, donde nuestras almas, desprendidas del peso de las emociones, simplemente se abandonaban a la suavidad del presente.

Cuando nuestros rostros se separaron, cuando el aire tibio del día se deslizó entre nosotros, un vértigo embriagador me invadió. Quería más. Más que un beso, más que un escalofrío fugaz. Quería prolongar ese instante, quedarme en él, saborear cada matiz. Y ella también, al parecer.

Así que, con una voz baja, casi un susurro que rozaba su piel, la invité a mi casa.

—¿No prefieres que vayamos a un lugar más tranquilo? Un lugar más íntimo.

Aceptó. Minutos después, estábamos en mi apartamento, encerrados en una burbuja fuera del tiempo, lejos del estrépito del mundo. Solo ella y yo.

La luz del día se filtraba entre las cortinas, rozando su piel con destellos dorados. Un silencio vibrante se extendió entre nosotros, cargado de una tensión casi eléctrica. Nuestras miradas se buscaban y se desafiaban, como si aún midiéramos el instante antes de precipitarnos en él por completo. Entonces, ella se acercó, con esa lentitud frágil que precede lo inevitable.

Nuestros gestos eran a la vez inseguros y certeros, una danza silenciosa guiada por un deseo contenido demasiado tiempo. Su piel rozaba la mía, suave y ardiente a la vez, y todo lo demás se desvaneció. El mundo exterior, los pensamientos intrusivos, las dudas... Solo quedó la languidez de una caricia, el eco de un suspiro sobre mi piel, y esa luz cómplice que vestía nuestros abrazos con un resplandor irreal.

Las sábanas se convirtieron en un mar donde nos abandonamos, arrastrados por olas lentas y profundas. Cada movimiento era un oleaje, un llamado silencioso al que nuestros cuerpos respondían sin palabras. El tiempo se fragmentó en instantes suspendidos, en suspiros ahogados, en escalofríos extraviados sobre la piel del otro. No había victoria ni estrategia, solo la sensación vertiginosa de un instante que escapaba de cualquier control.

No era mi primera vez, y aun así, en cierto modo, sentía que la vivía como tal. Todo era más intenso, más perturbador. Cada estremecimiento, cada aliento compartido parecía redefinir los límites de lo que creía conocer. El placer no se limitaba a una simple exaltación efímera, se impregnaba en mí, se extendía, se demoraba en matices que nunca había tomado el tiempo de explorar.

¿Qué tenía ella de diferente? ¿Por qué, bajo sus dedos, bajo su mirada, todo adquiría un sabor nuevo? Una parte de mí se aferraba a esa pregunta, mientras otra caía, impotente, en la evidencia. No era solo un encuentro. Era un vértigo, una onda que me atravesaba y dejaba en mí una huella imborrable.

Yo, que siempre había amado cerrar y marcharme, clausurar cada paréntesis con desapego, me descubría incapaz de huir. Por primera vez, quería quedarme. Retenerla. Extender este instante más allá de lo posible, más allá de lo tangible. Mi cuerpo, también, se negaba a calmarse. Pedía más, no por simple deseo carnal, sino como quien intenta atrapar un sueño antes de que se disipe con el alba.

Las horas se habían esfumado, disueltas en este abrazo silencioso. Una burbuja fuera del tiempo. Sin pasado, sin futuro. Solo ella. Solo yo.

Y, sin embargo, el mundo nos alcanzó. Insidioso. Lento. El peso del día avanzaba, la luz tras las cortinas se apagaba, y con ella, la ilusión de un instante suspendido.

Se había quedado dormida contra mí. Y yo... no había huido.

No esta vez.

Me había quedado allí, mirándola, adivinando el ritmo de su respiración contra mi piel. Creyendo, por un instante, que ese era mi lugar.

Pero nada es eterno.

Me gustaría contarlo todo. Dibujar cada detalle, cada suspiro robado, cada caricia impresa en mi piel. Pero esta no es una historia con un final feliz.

Porque al principio, fue hermoso. Desconcertante. Casi demasiado.

Yo, que huía de la simple idea de una relación, me entregué a ella. Y fue... dulce. Un vértigo lento, un veneno delicado. Un paréntesis que, contra todo pronóstico, no me pesaba.

Estaba completo.

Los días pasaron. Las semanas. Los meses. Y todo iba bien.

Pero no se puede huir de lo que uno es.

El veneno se filtró. Lentamente.

Primero, una grieta.

Un eco antiguo, un susurro demasiado familiar.

El miedo.

Y luego, la caída.

Había desaparecido de las noches. Ya no cazaba. Y el rumor llegó, ácido y burlón:

Bastien se había ablandado.

Bastien había perdido su control.

Bastien... se había enamorado.

Imposible.

La idea me quemaba.

Más insoportable que la posibilidad de perderla: la de perderme a mí mismo.

Quería huir.

Debía huir.

Volver a ser lo que siempre fui. Antes de ella. Antes de esa dulzura envenenada.

Y por fin, el despertar.

Como una bofetada.

Como un naufragio.

"Solo fue un juego."

Repetido una y otra vez.

Hasta que sonara real.

Pero, por desgracia...

El orgullo me cegó. Mi propia trampa.

Así que hice lo que mejor sabía hacer.

Recuperar mis hábitos.

Convencerme de que nada había cambiado.

Recuperar el control.




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