El miedo se había instalado en mí, insidioso. Un orgullo insignificante, irrisorio frente a la sombra que crecía.
La relación con Elena, al principio dulce y apacible, ahora me asfixiaba. Pero el problema no era ella. Había sido una compañera intachable, una mujer que sabía lo que quería y que cuidaba de su hombre. No tenía nada de qué culparse.
Tuvimos algunos malentendidos, desacuerdos menores—nimiedades, nada grave.
No, el problema era mío.
De la imagen que había construido, de lo que creía ser. Mis heridas pasadas seguían sangrando bajo la superficie. Mi visión del amor seguía siendo turbia, incapaz de distinguir entre el deseo, la necesidad o el miedo.
Así que hice lo que me pareció la mejor solución: tomar distancia.
Poco a poco, empecé a pasar menos tiempo con ella, siempre encontrando una excusa para alejarme. La relación ya era seria, y lo era cada vez más. Mi mayor temor. Así que huía.
Creo que lo sintió. Pero me dio espacio, pensando, tal vez, que lo necesitaba para encontrarme a mí mismo. Tenía razón. Necesitaba distancia... pero no por las razones que ella imaginaba.
Los días pasaron. Luego las semanas. Nos veíamos cada vez menos, pero aún hablábamos por teléfono todos los días. Una parte de mí quería mantener el control, asegurarme de que ella seguía ahí. Una parte de mí no quería perderla del todo.
Pero los gritos de mis demonios resonaban más fuerte. Una sed insaciable de aventura, un llamado al que no sabía resistirme. Tras meses en una relación estable, recaí. Volví a esa vida de placeres efímeros, de excesos vacíos de sentido.
Y me encontré... Oh, qué bien se sentía. En el momento, al menos. Tenía la ilusión de haber recuperado mi orgullo, y esta mentira se arraigó en mí: yo no me apego.
Satisfacción y culpa.
Una parte de mí celebraba, convencida de haber retomado el control. Otra se hundía en la mentira, aplastada por la traición.
Con cada conquista, con cada nuevo encuentro, sentía el peso de su mirada. Su confianza rota. Pero daba el paso, una y otra vez. Porque el miedo a perderme era aún más grande.
La distancia se volvía palpable.
Elena lo sentía ahora. Había algo más, algo más profundo, más oscuro que pesaba sobre nuestra relación. Pero yo me escabullía, siempre, cada vez que ella preguntaba. Mentira tras mentira.
Creo que sus sentimientos la habían cegado. O quizás era el miedo. El miedo a esa horrible realidad.
Vivía al borde del abismo, embriagado por la emoción del momento. El miedo a ser descubierto, el frágil control... Ese vértigo era una droga, un veneno silencioso que me empujaba a ir más lejos, a asumir riesgos cada vez mayores.
Ah, las drogas... nunca traen nada bueno. Solo placeres fugaces, seguidos de un dolor inconmensurable.
Si tan solo lo hubiera sabido.
Si tan solo lo hubiera entendido.
A tiempo.
Quizás...
No.
Lo habría evitado todo.
Seguramente.
Si tan solo...
Pero me había encontrado. Al antiguo yo, al menos. Un espejismo, tambaleante bajo las olas del presente.
Navegaba en un mar turbulento, sacudido entre la mentira y el placer. Ahogaba la culpa, sofocaba la traición en una caída infinita de momentos pasajeros. Cada riesgo era mayor que el anterior. Cada vez, salía ileso. Y cada vez, reía. Convencido de ser el más astuto.
Me sentía libre.
O, al menos, cegado por mi propio orgullo.
Esa falsa felicidad me alejaba de la realidad. Me distanciaba de una verdad simple: Elena era importante para mí.
Pero me dejaba llevar. ¿Para qué resistirse, cuando uno cree que puede tenerlo todo sin pagar el precio?
Y el precio no tardó en llegar.
Primero, preguntas insistentes. Sospechas, ligeras pero constantes. Pensé que podría controlarlo todo.
Hasta aquella tarde.
Todo estaba en calma ese día. El aire parecía más puro, casi liviano. Los rayos del sol, a pesar de su intensidad, no aplastaban el ambiente. Como si el mundo entero se hubiera detenido, suspendido en una tranquilidad engañosa.
Tentador.
El día parecía perfecto para un poco de placer.
Elena debía trabajar todo el día en el estudio. Nos veríamos al caer la noche, después de su jornada, tarde, como siempre.
Pero algo no iba bien. Y no me llevó mucho tiempo notarlo.
Un ligero desajuste flotaba en el aire, una disonancia imperceptible. Como una nota desafinada en una melodía hipnótica.
Pero me dejé atrapar por la atmósfera, meciéndome en esa languidez voluptuosa.
Una simple llamada, y en cuestión de minutos, una mujer sublime cruzaba el umbral de mi apartamento.
Lista para abandonarse conmigo a esa danza inquietante, tentadora, inevitable.
La espera fue breve. Un beso profundo, prolongado, y ya me sentía flotar.
Su piel contra la mía, sus manos rozando mi nuca, un suspiro escurrido entre dos escalofríos... Todo llamaba al abandono.
Pero una duda fugaz se filtró en mi mente. Una vacilación, un eco de culpa. Elena. Vendría después. Una alarma silenciosa resonó en algún rincón de mi ser, un murmullo lejano susurrándome que parara, ahora.
Una advertencia.
Y luego, una ola de dulzura me envolvió, un vértigo exquisito borrando todo lo demás. No había más preguntas, ni sombras. Solo el placer, insidioso y embriagador, arrastrándome aún más profundo en la perdición.
Pero si tan solo…
Ropa esparcida por el suelo. Los crujidos ahogados del colchón bajo el peso y el movimiento de nuestros cuerpos. El éxtasis alcanzando su cenit, intangible y embriagador.
Y entonces—un chirrido. Ligero, casi imperceptible, pero suficiente para rasgar el velo de mi embriaguez. Pasos vacilantes, inseguros. Una presencia invadió la habitación.
Lo sentí antes de verla. Demasiado imponente para ser ignorada, incluso en medio de este mar de placer.
Una mirada fugaz. Un impacto brutal. Un nudo en la garganta.
Ella estaba ahí.
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Editado: 14.04.2025