El mundo parecía suspendido, congelado en una apnea silenciosa. El tiempo se alargaba, insensible, jugando con mi tormento con una lentitud cruel. No percibía su paso ni las primeras luces del crepúsculo que devoraban, una a una, las últimas brasas del día.
A mi alrededor, un abismo de calma. Ni un solo ruido, ni siquiera el zumbido lejano de los aparatos electrónicos, que seguían funcionando, indiferentes. Momentos atrás, aquella atmósfera embriagadora, casi voluptuosa, se había transformado en un yugo sofocante, una prisión invisible donde cada aliento pesaba como una culpa.
Y el vacío crecía, insaciable. El dolor se hundía más y más, cavando abismos dentro de mí.
Un huracán desatado arrasaba mi ser, el peor ciclón que mi vida hubiera conocido. Sin embargo, afuera, todo seguía en calma. El mundo, indiferente, continuaba su curso, ajeno a la destrucción que me devoraba.
Quise levantarme, huir. Imposible. Ahí estaba. Me había encontrado. Despertó de golpe, furioso, hambriento de justicia... o tal vez solo de una explicación. Y mientras me torturaba sin piedad, sentía su dolor, tan vivo como el mío.
Mi otro yo. El que Elena había cambiado. El que no quería perderla. Se alzaba contra mí, implacable, ahogándome en un abismo sin fondo. Juez. Verdugo. Sentencia.
Mi conciencia.
Mis pequeños demonios guardaban silencio, abandonándome a mi suplicio. Con la mirada perdida en la oscuridad que me envolvía, trataba de comprender. No era la primera vez que me encontraba en una situación así... entonces, ¿por qué esta me perturbaba tanto?
La imagen de su rostro fue la única respuesta.
Elena. Su expresión me acechaba, grabada a fuego en mi mente.
El dolor en sus ojos, un dolor que intentó ocultar, pero que podía casi tocar de lo crudo, de lo desgarrador que era. Aún lo sentía, resonando en mí como una condena. Y, sin embargo, no me insultó.
Hubiera preferido que lo hiciera. Hubiera querido que escupiera su odio, que me ahogara en reproches. Quizá entonces mi confusión sería menos infernal.
Pero no. Su rostro... su rostro era un espejo.
Me devolvía la imagen del monstruo que era.
Mi orgullo devastador.
Mi soberbia ciega.
Hasta ahora, nunca había pensado realmente en los demás. Nunca había medido el daño que podía causar.
Pero ahora... ahora ya no podía huir.
No había insultos, no había excusas para desviar la mirada, nada que me librara de la justicia implacable de mi propia conciencia.
Aun así, intenté escapar, huir de su abrazo asfixiante.
Pensé en otra cosa, puse música. Nada funcionó. Todo me parecía insípido.
La imagen de Elena volvía una y otra vez, inexorable. Su rostro impasible, a punto de quebrarse bajo el peso del dolor.
Así que tomé mi teléfono.
Deslicé los dedos por mis mensajes sin leerlos realmente. Nada me interesaba. Y ella... ella no me había escrito.
¿Por qué lo haría?
Comencé a escribir algunas palabras, una disculpa, un intento torpe de reparar lo que acababa de romper.
Pero con cada letra trazada, mi estómago se retorcía más. Un nudo implacable apretaba mi garganta.
Seguí, unos minutos más, antes de borrar el mensaje.
No tenía fuerzas para presionar "enviar".
No después de haberla dejado ir así.
¿Tal vez debí seguirla?
Intentar alcanzarla...
Pero en el fondo, lo sabía. Sabía que era mejor así.
Dejarla ir.
No molestarla.
Porque nada, ni siquiera las más bellas, las más sinceras disculpas, podría reparar el daño que le acababa de hacer.
Mi mirada se quedó fija en su nombre.
¿Llamarla? Solo escuchar su voz...
Cada vez que mi conciencia me empujaba a marcar su número, el miedo y la culpa me paralizaban.
Y entonces, un sentimiento que nunca había conocido hasta ese momento, ni manipulando, ni traicionando, me invadió.
La vergüenza.
La noche ya se había instalado, densa y silenciosa.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se fue. ¿Una hora? ¿Dos? ¿Más?
El tiempo ya no tenía importancia.
No sentía hambre, ni sed. Nada más que un cansancio aplastante, como si mi cuerpo pesara una tonelada, entumecido por el peso de lo que acababa de perder.
Me obligué a levantarme, arrastrando los pies hasta el baño.
El agua fría golpeó mi piel, arrancándome violentamente de mi letargo.
Solo por un instante.
Un breve respiro. Lo justo para recuperar el control.
O al menos, para colocarme otra máscara.
Esta vez, más frágil. Menos convincente.
Después de la ducha, me dejé caer directamente en la cama.
Había tomado una decisión.
Enterrar a Elena en un rincón oscuro de mi mente. No volver a pensar en ella. Pasar la página, como siempre lo había hecho.
Ya era pasado. No tenía sentido torturarme más.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo.
Su rostro rondaba cada rincón de mi memoria.
Los destellos de felicidad compartida regresaban una y otra vez, implacables, hasta que la imagen de su mirada rota los destrozaba.
Mi conciencia, ese verdugo, se empeñaba en mostrarme lo que acababa de perder.
Y se volvió insoportable.
Busqué refugio en el sueño, pero él también me rechazó.
Como si llevara la peste.
Así que me quedé tendido, con los ojos fijos en la oscuridad.
Escuchaba, en silencio, los rugidos de mi conciencia, los lamentos de mi culpa, las reclamaciones incesantes de mis recuerdos.
Los dejé hablar.
Impasible. Indiferente, en apariencia.
Pero algunas palabras me golpearon.
Fruncí el ceño.
A medida que resonaban en mi mente, su peso creía, se imponía, se volvía insoportable.
"No has cambiado, Bastien..."
Sus últimas palabras antes de desaparecer. Antes de abandonarme en mi propio abismo.
Pero se equivocaba.
Había cambiado. Solo que era demasiado idiota para verlo. Demasiado cobarde para aceptarlo.
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Editado: 14.04.2025