Donde el Amor se Pierde y Renace...

Capítulo 18: Las Cenizas del Pasado

Los días que siguieron a mi ruptura con Elena fueron los más crueles. El dolor, afilado por mi propia conciencia, seguía latente, aferrándose a mí como una sombra fiel. La culpa me devoraba, un veneno lento que se extendía por mis venas.

Por fuera, todo parecía intacto. Mantenía esa apariencia impasible, ese aire falsamente orgulloso, casi sereno. Pero por dentro, el vacío me consumía. Era un vértigo. ¿Quién habría pensado que me había aferrado tanto a ella en tan poco tiempo?

Día tras día, medía la magnitud de su ausencia. Nuestras horas juntos, nuestras llamadas, esos mensajes interminables... Todo eso, convertido en silencio, pesaba sobre mí con una intensidad casi insoportable. Cada hora que pasaba, cada día que se desvanecía, era un golpe más en los cimientos mismos de mi existencia.

Intentaba huir, distraerme, pero nada funcionaba.

La ausencia se aferraba, tenaz.

Empecé por evitar los lugares donde solíamos ir. La cafetería. El parque. Y sobre todo, me aseguraba de no cruzármela en la universidad. No quería ver su rostro.

La vergüenza.

Temía lo que encontraría en él.

La última imagen que tenía de ella ya me atormentaba lo suficiente. No necesitaba sumar otras. Y además, quería olvidarla. Borrarla. Un esfuerzo en vano.

Me repetía que lo hacía por ella, para no causarle más problemas.

Mentira.

Era a mí a quien intentaba proteger.

Mi apartamento parecía habitado por su presencia. Ese lugar, antes mi refugio, mi guarida, no era más que una tumba silenciosa. Cada rincón llevaba la marca de un pasado que se desmoronaba, cada pared resonaba con una ausencia insoportable. El símbolo físico de mi vacío creciente.

La soledad.

Le temía. Temía esos instantes en los que me quedaba solo conmigo mismo, sin escapatoria. Mis pensamientos siempre me llevaban al mismo punto. Al mismo rostro. A lo que había roto.

Así que me arrojé al frenesí del movimiento.

Recuperar mis antiguos hábitos. Volver a mis rutinas de antes. Intentar revivir la ilusión de un Bastien intacto, el que nunca había flaqueado.

Las fiestas regresaron. El alcohol, los cuerpos anónimos, los placeres sin promesas. Pero todo sonaba hueco. Nada tenía el mismo sabor, ni la misma intensidad.

Y peor aún... incluso ahí, ella estaba presente.

Porque también en una fiesta universitaria la había conocido.

Su fantasma me seguía, persistente. Pero me negaba a dejar que me consumiera. Así que me sumergía aún más. Cada vez más lejos. Hasta la extenuación. Hasta el olvido.

Y sin darme cuenta, seguía siempre el mismo rastro.

El mismo tipo de chicas.

Los mismos colores de cabello.

Algo, un detalle, que me recordara a Elena.

Irónico, ¿verdad?

Pretendía huir de ella y al mismo tiempo la buscaba en cada nuevo encuentro. Una sombra persistente, un eco que traía de vuelta a pesar de todos mis esfuerzos por borrarlo.

Mi subconsciente, ese fiel cómplice, trabajaba en silencio. Me protegía. De mi culpa. De los reproches de mi propia conciencia.

Incluso en plena caída, encontraba la manera de mentirme. De tranquilizarme.

Y el tiempo pasó así.

El nuevo yo, roto pero en pie, poco a poco recuperó un atisbo de normalidad. Una ilusión, tal vez, pero suficiente para seguir adelante.

Los años de universidad se desvanecieron casi sin que me diera cuenta. Un ciclo se cerraba. Había que seguir adelante. Encontrar un trabajo. Un futuro.

Me fui.

Había oportunidades aquí, por supuesto. Puestos bien pagados, perspectivas seguras. Pero quería irme. No. Necesitaba irme.

Cambiar de aire.

O tal vez, simplemente, huir.

Los comienzos fueron duros. Una nueva ciudad, un nuevo entorno, desconocidos por todas partes. Pero esta historia trata sobre mis desvaríos en el camino del amor. Lo demás... tal vez algún día.

Nueva ciudad, nuevas aventuras.

Y el manipulador en mí celebraba. Otro terreno de caza. Aquí, nadie me conocía. Todo estaba por hacer. Huía del apego tanto como me era posible, deslizándome de una relación efímera a otra, encadenando conexiones por interés, placeres sin futuro.

Los recuerdos de Elena se habían desvanecido.

La culpa, enterrada bajo el peso del trabajo, las responsabilidades, el estrés cotidiano.

Pero eso no significaba que hubiera desaparecido.

Solo había enmudecido.

No dejando tras de sí más que un vacío.

La soledad.

El tiempo pasó, y la soledad permaneció, fiel compañera.

Me había acostumbrado a ella. Mejor aún, la había aceptado.

Ya no era la soledad lo que me aterraba. No. Era el apego.

El riesgo de volver a quedar atrapado en la ilusión del amor.

Mi vida estaba bien así. Yo estaba mejor así.

O al menos, eso quería creer.

Sin embargo, la soledad, insaciable, se volvía cada vez más voraz con los años.

Exigía más de lo que estaba dispuesto a darle.

Las aventuras fugaces, los juegos de seducción, esas relaciones sin ataduras... todo eso ahora me parecía demasiado fácil, demasiado vacío. Insuficiente.

Esa es la ironía de la naturaleza humana: la insatisfacción constante. Siempre querer más. Buscar en otro lugar lo que ya se tiene, aunque eso signifique romper lo que realmente tenía valor.

Y yo... yo empezaba a temer la avaricia de mi propia soledad.

Su peso se volvía una carga.

Necesitaba más.

Un poco de estabilidad, al fin.

Como si mi lucha hubiera terminado.

Como si hubiera llegado el momento de dejar las armas, de encontrar un refugio, un hogar.

Pero estabilidad también significa apego.

Irónico, ¿verdad? Yo, que había pasado años huyendo de esa idea, ahora me encontraba buscándola.

Entonces intenté la experiencia. Exploré relaciones más duraderas, intentando ver si, en algún lugar, podía encontrar aquello que ni siquiera sabía que deseaba. A veces con una sola mujer, a veces con varias a la vez.




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