La vida era hermosa en aquella época, efervescente, vibrante.
Tenía todo lo que quería. Un cuerpo esculpido por la rutina, un trabajo que me convenía, un apartamento a la altura de mis exigencias. Estaba bien. Pleno.
Las noches eran una sucesión de excesos y placeres fugaces. Bares, encuentros por internet, abrazos sin mañana... Me dejaba llevar por el juego, saboreando cada embriaguez antes de refugiarme, cuando lo decidiera, en el silencio de mi soledad.
¿Mi pasado? Relegado a las sombras. ¿Mis heridas? Perdidas en lo más profundo de mi ser, tan lejos que ya no las sentía.
Qué dulce ilusión la del control absoluto.
Hasta que la fachada se resquebrajó.
Todo comenzó con un susurro lejano. Una sensación difusa, casi imperceptible. Luego, poco a poco, se impuso en mí. La soledad se volvía más pesada, los placeres más insípidos, como si faltara algo. Como si necesitara más.
El susurro insistía. Era el momento. Momento de encontrar algo estable, de construir algo concreto. Pero, ¿realmente lo deseaba? Me convencía de que podía seguir errando en relaciones efímeras mientras aspiraba a otra cosa.
Así que lo intenté. Intenté comprometerme, jugar el juego. Algunas se reían, burlonas: "La vida en pareja no es para todos". Otras desaparecían en el silencio o la indiferencia, por falta de interés o comunicación. A veces, las cosas terminaban en el estrépito de discusiones sin fin. Y estaban aquellas que solo querían lo que podía ofrecerles.
Era frustrante. Agotador. Después de repetir los mismos patrones, las mismas decepciones, acabé por cansarme. La idea de una relación ya no me interesaba. Demasiado esfuerzo para muy poco sentido.
La gente, yo incluido, ya no creía realmente en el amor. Las relaciones eran meras formalidades, compromisos basados en intereses comunes.
Aun así, seguía vagando por ese camino, sin creer realmente en él. Estaba en la treintena cuando sucedió. Un bip, una notificación. Un nuevo encuentro en línea.
Era hermosa. Su historia, inspiradora. Pero todas las historias en esos perfiles lo son, diseñadas para seducir, embellecidas hasta parecer irreales. Respondí sin dudar. Al fin y al cabo, ¿qué tenía que perder? Si solo era otra aventura, otra noche robada al vacío, al menos sería algo.
Mensajes. Llamadas. Conversaciones demasiado fluidas, casi fáciles. Hasta que llegó el momento de vernos. Le propuse un restaurante elegante, un lugar cálido, propicio para confidencias y juegos de seducción. Pero ella prefirió un parque.
Una elección anodina. O eso creía.
En el amor como en la guerra. Me preparé lo mejor posible. Sin expectativas particulares, solo una curiosidad que me empujaba a avanzar. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Pero la prudencia seguía presente, envuelta en una indif erencia calculada.
Debíamos encontrarnos a las 16:00 en la entrada sur del parque. Sin embargo, llegué mucho antes, con quince minutos de anticipación. No por impaciencia, sino por costumbre. Me mantuve ligeramente apartado del punto de encuentro, observando sin revelar mi presencia, listo para desaparecer si la primera impresión no me convencía.
Nunca se es demasiado prudente con las citas en línea. Una foto bonita puede ocultar mil verdades. Si lo que veía no me gustaba, ella nunca sabría que yo había estado allí.
Pocos minutos después, apareció. Nova Calloway.
La visión me dejó clavado en el suelo. Una belleza pura, casi irreal. Su largo cabello rizado, color castaño, caía en ondas sedosas por su espalda, capturando la luz en reflejos dorados. Pero fueron sus ojos los que más impactaban: una mezcla inasible de ámbar y verde musgo, un matiz cambiante, vivo, que observaba el mundo con una intensidad desconcertante. La foto no había sido más que un esbozo pálido de la realidad.
Vestía con sencillez, pero su elegancia parecía innata. Sin artificios, solo una belleza llevada con naturalidad. El maquillaje, reducido a lo esencial, dejaba hablar lo importante. La sencillez era su mayor fortaleza.
No la hice esperar más. Saliendo finalmente de mi refugio, me acerqué y la saludé. Su mirada se posó en mí, traviesa, y sus primeras palabras me arrancaron una sonrisa cómplice.
—Te escondías para comprobar si era un adefesio.
Una breve risa escapó de ambos.
—No exactamente —respondí, esbozando una sonrisa—. La apariencia me importa poco... Pero debo admitir que eres muy guapa.
Ella lo tenía todo planeado. Cada paso, cada giro. Dónde iríamos, qué haríamos. Yo no era más que un pasajero en un viaje donde ella llevaba el mapa, espectador de un guion ya trazado.
No me dejaba tomar el control de nada, y debo admitir que eso me molestaba un poco. Siempre había llevado la batuta, marcado el ritmo, dictado las reglas. Esta vez era diferente.
Pero esa no es una historia para contar ahora. Ese día, me dejé llevar por Nova, y por primera vez, no era yo quien tenía las riendas.
Caminábamos, hablábamos, observábamos. El parque estaba vibrante de vida aquel fin de semana. Familias se extendían sobre mantas de colores brillantes, grupos de amigos reían a carcajadas, parejas se abandonaban a su complicidad. El aire estaba cargado de risas y de instantes de felicidad. Una atmósfera muy distinta a la intimidad discreta de un restaurante elegante, pero ella parecía deleitarse con ello.
Su sonrisa, radiante y espontánea, complementaba a la perfección su encanto natural. Había en ella una luz, una vitalidad que captaba la atención sin esfuerzo, un aura a la vez segura y cálida que iluminaba todo a su alrededor.
Cada vez que intentaba orientar la conversación, ella se deslizaba con una facilidad desconcertante, esquivando mis intentos con una suavidad casi juguetona. Tal vez lo hacía a propósito, para frustrarme, para poner a prueba mi paciencia. Pero mantenía la calma, aunque la impaciencia amenazara con asomarse.
Y para perfeccionar su juego, hasta se había ocupado de pagar todo.
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Editado: 14.04.2025