Donde el azul sangró carmesí

Alguien te está observando

"Cada sombra que seguimos deja huellas que nunca podremos borrar"

—Texto anónimo hallado en los Archivos del Monasterio de Saint-Ravelle.

Octubre, años 30

Estoy atrapada en un mundo azul.

Todo lo que alcanza mi vista se tiñe de ese color: la luz, la niebla, la luna... mi reflejo.

Incluso mi memoria es monocromática.

La brillante paleta de colores que es la vida, en mi caso se limita a ese único pigmento opaco.

Azul. Tan profundo como el océano, tan vasto como la noche.

Quizás mis propios ojos se compadecieron de mí y levantaron un velo invisible, dejando filtrarse un nuevo color, como gotas de vino cayendo sobre la pila bautismal.

Al acercarme al majestuoso espejo junto al balcón, mi reflejo me deja embelesada. La niebla se arremolina a mi alrededor, azul sobre más azul, hasta que, como un milagro, aparece deslumbrante. Y mi mirada lo devora con ansia: el preciado escarlata que colorea mi pelo, mis labios y mi vestido.

Como siempre, algo se agita en mi interior, tembloroso y hambriento.

Perdida en mi trance hipnótico, deslizo el guante de satén y encaje por mi brazo. El rojo tragándose más del azul. Mis manos enguantadas ascienden por el escote del vestido de terciopelo, recolocando el collar de rubí en forma de luna menguante.

Con cierta reticencia, me aparto del espejo y giro, adentrándome una vez más en mi mundo de tinieblas.

El aire gélido del pasillo acaricia mi piel descubierta, mientras la niebla me envuelve en su abrazo silencioso. Mis pasos retumban en eco al descender las escaleras de la antigua mansión vacía de alma.

La puerta del portón de hierro forjado chirría al abrirse. El viento repentino agita las ramas de los árboles, y los murciélagos posados en ellas echan a volar, como si hubieran recibido una señal.

Dejando atrás las tumbas que flanquean la entrada, me adentro en el bosque y sonrío. Mi estación favorita del año ya ha llegado: otoño. Época de días cortos y noches largas. De hojas que se tornan rojizas.

Como un adicto recibiendo su ansiada dosis, me sumerjo en la imagen casi mágica frente a mí. El familiar bosque azulado parece otro, adornado ahora por hojas que brillan en rojo.

Nunca podré expresar cuánto significa para mí ese otro color alterando mi monótona existencia.

No hay nadie a quien contárselo, de cualquier manera.

El aleteo de los murciélagos y el ulular de los búhos son los únicos compañeros de mi paseo nocturno. Estoy tan sola y tan lejana como la luna.

O no.

Un bulto extraño y deforme se hace visible entre la niebla, flotando en el aire.

Durante un instante eterno, no alcanzo a comprender lo que estoy viendo.

Hasta que me acerco lo suficiente para encontrarle una forma a la indescriptible figura.

Y finalmente lo descifro.

Un hombre.

Vestido con una túnica.

Atado a una cuerda.

No... atado, no.

Colgado.

Y, aunque no hay ni una gota de rojo en él, no tengo dudas de quién es.

Dándole la espalda a la tétrica escena, regreso a la mansión. Levanto el auricular del teléfono y giro el disco, sabiendo que estoy a punto de darle a los habitantes de Fauclerc un tema del que hablar durante las próximas semanas.

El párroco del pueblo colgándose de un árbol junto al lago y su cadáver siendo encontrado por la doncella escarlata... un chisme demasiado jugoso para sus lenguas viperinas.

Uno del que solo se olvidarían cuando sucediera algo aún más interesante.

🕯️

Ocurrió casi tres semanas después.

Parecía que iba a ser un domingo como cualquier otro.

Paulette llegó temprano a la mansión para entregarme los víveres que había encargado. Tan nerviosa como siempre en mi presencia, no dejó de parlotear mientras la observaba colocar todo en la cocina.

Así fue como me enteré.

El párroco tenía un sobrino, y este planeaba hacerle una ceremonia íntima a modo de funeral esa misma noche.

—En el lago —enfatizó Paulette, su profunda desaprobación logrando que olvidara por un segundo su nerviosismo.

Hasta que, en lugar de entendimiento, en mis ojos encontró otra cosa: hilaridad.

Después de eso, no tardó mucho en despedirse hasta la próxima semana —dicho con un exagerado alivio.

Pasé las horas restantes —tampoco tenía nada mejor que hacer— sumida en pensamientos que giraban en torno al misterioso sobrino. Imaginando cómo podría ser: joven o viejo, alto o bajo, rubio, moreno... Ojalá fuese pelirrojo.

Esa sería la única manera en que podría verlo.

Al caer el crepúsculo, tiñendo de un azul más oscuro el cielo, ya estaba tan obsesionada con él que decidí ir a verlo por mí misma. Solo entonces podría decepcionarme, descubriendo a alguien tan común y corriente como todos los habitantes de Fauclerc, y buscarme otro entretenimiento. Aunque, tristemente, la llegada de alguien nuevo al pueblo es lo más emocionante que ha ocurrido en años.

En cuanto me acerco al lago, vislumbro las figuras reunidas a cierta distancia del árbol en donde antes encontré al párroco. A ojo diría que la mitad del pueblo está aquí; pese a sus prejuicios, son lo suficientemente morbosos como para no perderse este insólito acontecimiento.

Yo también.

Aprovechando el escudo de la niebla, me sitúo tras uno de los árboles, lista para observar sin ser observada.

En la orilla, un ataúd cubierto con flores que no puedo nombrar empieza a deslizarse hacia el centro del lago, hundiéndose pausada, pero irremediablemente. Lo que está dentro no es el cuerpo del párroco, sino sus cenizas. Fue incinerado pocos días después de que su autopsia confirmara su suicidio y le negara la posibilidad de sepultura en tierra santa.

Esta sencilla ceremonia, celebrada en contra de los deseos de la Iglesia, es todo lo que el alma de ese pobre hombre tendrá para descansar en paz.




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