Donde el azul sangró carmesí

Oculta mi secreto

"Donde los fantasmas encuentran tregua, los vivos su temor"

—Escrito en una partitura perdida en algún lugar del Monasterio de Saint-Ravelle.

Mi día transcurre en la galería subterránea, escondida de esa maldita bola de luz que aún gobierna el cielo, desterrándome de sus dominios.

Por suerte, ya estamos en la época del año en la que la oscuridad se adelanta y mi tiempo lejos de su reino se alarga.

Hoy tengo más motivos que nunca para desear la caída de la noche.

Mis pasos resuenan sobre el gélido suelo de piedra; cada eco me atrapa más en esta amplia pero sofocante estancia. Mi mirada no deja de posarse en las para mí indistinguibles manecillas del reloj de péndulo, anticipando cada movimiento que me acerca al sonido que me hará libre.

Tic... tac... tic... tac...

DONG

Giro sobre mis pies y, recogiendo la parte baja de mi vestido burdeos, subo velozmente por la escalera de caracol.

Al alcanzar el portón, escucho unas ruedas girando sobre la grava del camino que lleva hasta la mansión. Abro la puerta con un chirrido y corro directamente hacia la entrada, donde me recibe el halo azul de los faros que atraviesa la niebla espesa que lo oscurece todo.

Lysander baja del coche y se acerca a la puerta del copiloto para abrírmela. No deja de sorprenderme la agudeza de sus otros sentidos, hasta el punto de que su falta de vista parezca una mera ilusión.

—Es mi primera vez viajando en un coche —comento, pasando la mano enguantada por el cuero acolchado del asiento, tan suave como lujoso.

—¿Cómo vas al pueblo normalmente? —pregunta, poniendo el motor en marcha.

—A caballo.

—¿No posees un carruaje?

—Hay uno en la mansión, pero no hay nadie que me enseñe a usarlo o que lo conduzca por mí. Fue más sencillo aprender a montar a Coquette, que es una yegua bastante dócil.

Lysander guarda silencio durante unos segundos que se me hacen eternos mientras el retrovisor refleja el paisaje desolador bajo la luz fantasmal de los faros.

—¿Cuántos años tienes? —pregunta finalmente.

—Diecinueve. ¿Y usted?

—Solo soy cuatro años mayor que tú. Puedes tutearme, al menos mientras estemos en privado.

Veintitrés años. Es sorprendentemente joven para tener una presencia tan imponente e imperturbable. Otro rasgo que lo vuelve peligrosamente cautivador.

—Si no te importa, lo haré —acepto, encantada con cualquier excusa para acercarme a él.

Ni siquiera la sombra negra que cruza la carretera oscureciendo el resplandor azul logra apagar mi ánimo. Lysander tampoco se inmuta... ni pierde el control del volante.

Solo entonces caigo en cuenta de lo evidente. Me giro hacia él, atónita.

—¿Cómo puedes conducir sin ver?

Y curiosamente, en cuanto las palabras abandonan mis labios, el coche zigzaguea.

Su respuesta llega en forma de susurro.

Ah, entiendo.

Vuelvo la vista al frente justo cuando entre la niebla se delinean los primeros contornos de los antiguos edificios de piedra que anuncian nuestra llegada al pueblo.

Lysander gira por las calles empedradas y desiertas —a esta hora, los habitantes de Fauclerc duermen tras el falso refugio de sus puertas cerradas— con la seguridad de quien ha recorrido ese camino cientos de veces.

Finalmente, llegamos a nuestro destino:

La iglesia de Saint-Ravelle.

Cuando bajo del coche, él me ofrece su brazo. Engancho mi mano y lo dejo guiarme hacia el gótico edificio coronado por una cruz gigante.

Lysander levanta la llave colgada en su cuello y sin titubear la inserta en la cerradura. Los engranajes crujen y con un clang metálico, el cerrojo se desliza. Luego empuja la pesada puerta de roble que se abre con un quejido largo y seco.

Un penetrante olor me envuelve al dar el primer paso: la piedra húmeda y fría de las paredes, el dulce humo del incienso y de la cera de las velas sobre el altar. La madera del púlpito y los bancos exhala a su vez un aroma cálido y antiguo, respirando siglos de memorias.

Avanzamos por el pasillo hacia la puerta lateral del altar. A cada paso el hormigueo en mi cuerpo se intensifica. Sombras negras se elevan para acompañarnos.

—¿Estás hospedándote en la casa parroquial de tu tío?

Lysander niega con un breve gesto mientras abre la puerta y comienza a descender la escalera iluminada por lámparas de aceite.

—En la pensión.

Solo hay una pensión en el pueblo: la de madame Séraphine, una joven viuda que heredó una pequeña fortuna de su marido. A muchos hombres les gusta hospedarse allí. No precisamente por la calidad del servicio, sino por la esperanza de algún "servicio" de la exuberante anfitriona.

No pensé que Lysander fuera tan... básico.

—Solo voy allí a dormir. Desde que llegué, he pasado mi tiempo organizando el funeral de mi tío y arreglando sus asuntos pendientes.

A dormir, claro. Supongo que ese antifaz es útil para ocultar las ojeras.

Los pensamientos irónicos rondan mi mente hasta que llegamos al final de la escalera, frente a un corto pasillo que conduce al estudio privado del párroco, también cerrado con llave.

Mitad celda, mitad despacho. Una cama austera ocupa un rincón; en el otro, un escritorio con una lámpara y una pila de papeles revueltos. Las paredes rezuman humedad, y en el aire persiste el olor a humo, sudor y desesperación.

—¿Por qué dormía en este cubículo en lugar de en su habitación?

—Por expiación —responde Lysander acercándose al escritorio.

—No te has planteado que... —arrugo la nariz al percibir el olor de la palangana con agua sucia en la esquina—. Si se sentía tan culpable, ¿no sería porque sí tuvo algo que ver con la muerte de Evangeline?

Lysander no deja de juntar los papeles mientras responde:

—Incluso si tuvo algo de responsabilidad, no fue quien la mato. Cualquier culpa que tuviera, la expío con creces. Ahora es el turno de alguien más.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.