“Destino: Incógnita”
Lara
Me llamo Lara Romero, tengo veintidós años y vengo de Zaragoza. Siempre me dicen que hablo demasiado, pero yo lo llamo ser curiosa. Soy de las que no se queda con la duda, de las que pregunta aunque inco- mode un poco. Y hoy… Hoy no puedo dejar de hablar de una sola cosa: voy a empezar mis prácticas de Erasmus en Alta, Noruega.
Me imagino Noruega llena de auroras boreales, nieve y casas de madera brotando humo por las chimeneas.
Llevo meses soñando con esto. Me pasé semanas rellenando papeles, enviando correos, haciendo entrevistas en inglés que me dejaban con las manos sudando. Cuando me llegó el correo con el “Has sido seleccionada”, grité tanto que asusté a mi vecina de abajo. No era solo un viaje: era mi oportunidad de salir, de aprender, de probarme a mí misma.
El mayor miedo que tengo es no hacerme con el idioma. El frío que pueda llegar hacer o sentirme sola porque no voy a tener nadie más allí.
Cuando se lo conté a mi familia reaccionaron un poco extraños. Como si este viaje me fuese a quedar un poco grande. Pero entiendo perfectamente ese miedo que pudiesen tener.
Ahora mismo estoy en el salón de Claudia, mi mejor amiga. Frente a nosotras hay dos cajas abiertas de pizza y un par de latas frías de refresco. El olor a queso fundido y orégano me envuelve y me hace cerrar los ojos un segundo.
—No sé si me emociona más Noruega o esta pizza —digo, cogiendo un trozo.
Claudia ríe mientras aparta su pelo rizado de la cara.
—No digas tonterías. La pizza la puedes tener siempre. Noruega… eso no se vive todos los días —me reconoce mientras le pega un fuerte mordisco a la pizza con los ojos cerrados como si fuese a tener un orgas- mo.
El salón es pequeño pero acogedor, con una manta de cuadros sobre el sofá y un par de tazas olvidadas en la mesa baja. Claudia es de esas personas que siempre parecen cómodas en su piel: alta, con una sonrisa fácil y una mirada que no se pierde nada.
—Te advierto —añade, señalándome con el trozo de pizza—, que como te vuelvas demasiado sofisticada allí arriba, dejo de ser tu amiga.
No quiero interpretarlo como una amenaza pero es lo que podría parecer.
—Sí, claro. Tú no podrías sobrevivir sin mis chistes malos.
Reímos, y por un momento me vienen a la cabeza los años que llevamos juntas.
Recuerdo el patio del colegio, yo sentada sola en un banco, fingiendo que leía para no parecer tan… sola. Claudia apareció de repente, con un bocadillo en la mano, y se sentó a mi lado como si nos conociéramos de toda la vida.
—¿Quieres un trozo? —me dijo, sin preguntar nada más.
Las miradas curiosas de otras niñas no la hicieron moverse ni un centímetro. Y desde entonces… nunca me dejó sola.
Siempre estamos entre bromas y anécdotas. Cuando tenemos que ir a un sitio. Claudia siempre me dice que tengo el sentido de la orientación de una patata.
Ella siempre que me ve abriendo en el móvil Google maps me dice que si no prefiero una brújula. Yo le respondo que si nos perdemos al menos haremos turismo.
También recuerdo una anécdota. Fue en el karaoke del horror. Aún me acuerdo como Claudia se tiró treinta minutos insistiendo para que saliéramos a cantar una canción. Sigo sin llegar a saber cuál fue porque mien- tras estábamos fuera lo único que hacía era leer la letra de la pantalla e intentaba seguir la melodía. Algo com- plicado cuando nunca la había escuchado y desde entonces es por eso por lo que lo llamo el karaoke del horror.
Sacudo el recuerdo cuando Claudia golpea la mesa para llamar mi atención.
—Vale, centrémonos. Transporte a Alta. Plan A: tren.
Abrimos el portátil y empezamos a buscar. Tengo como cien pestañas abiertas en él. La verdad es que siempre he sido un poco desastre con los temas de informática pero dentro de mi desastre yo me entiendo. Es un desastre organizado.
—Mira este —dice Claudia, enseñándome la pantalla—. Tres días, seis transbordos y un precio que… —enseguida disminuye la voz y gira para ella el portátil.
—Que me hace plantearme vender un riñón —remato yo.
Intentamos con autobús. Pero es una pésima idea. A mitad de la ruta hay que esperar ocho horas en una estación perdida.
—No pienso dormir en un banco con este frío —murmuro.
Me empiezo a impacientar. El tiempo corre y no quie- ro pasarme media vida saltando de un transporte a otro. Tampoco me apetece estar los pocos días que me que- dan aquí buscando forma de ir. Prefiero disfrutar estos días de mi familia y de mis amigas. También me quiero preparar las maletas bien para no olvidarme de nada.
Entonces, como una bombilla que se enciende, se me ocurre.
—¿Y si miro en BlaBlaCar?
—¿Compartir coche? Igual es una buena idea. Búscalo a ver que hay, aunque lo veo dificil. No creo que tengas tanta suerte —dice, con el entusiasmo de quien espera que mi plan sea el definitivo.
Abro la app, pongo mi ruta y… ahí está. Un solo viaje disponible. Y casi como si estuviese ahí esperándome toda mi vida. Sale en tres días.