“Maleta llena”
Lara
—¿Tú estás loca, no?
A mi amiga finalmente no le convenció la idea que tuve. Y más después de leer tranquilamente su perfil.
Sonrío, aunque no me vea en la pantalla, la videollamada parpadea entre las sombras de mi cuarto medio vacío y la ropa desparramada sobre la cama.
—¿Qué te hace pensar eso? —respondo mientras meto un cargador en la mochila como si fuera un arma secreta.
—¿Cómo que qué? ¿Te vas a Noruega en coche? ¿Con un desconocido? ¿Te has olvidado de que existen los aviones?
Me siento en el borde de la cama. Hay una camiseta doblada sobre mis piernas, me acuerdo que no la he metido en la maleta.
—No me gustan los aviones, ya lo sabes —digo. Y luego, para suavizar el tono—: Además, no es un completo desconocido. Tiene valoración positiva en la app. Y ha marcado que es “no hablador”, así que supongo que no tendré que fingir interés por su vida entera.
—¿Qué? ¿Ni siquiera vais a charlar? ¿Y si te secuestra en silencio?
—Pues mira, peor sería que fuera uno que canta reguetón a todo volumen. Al menos así moriría sin autotune.
Al otro lado, mi amiga suspira.
—¿Y si se queda tirado el coche? ¿Y si no tenéis nada de qué hablar? ¿Y si es un psicópata silencioso que odia la música?
—Ay, por favor. Si no me mata el conductor, me matará el frío o mi sentido de la orientación. Prefiero el peligro con ventanas —suelto entre risas.
Me dejo caer de espaldas en la cama y cuelgo las piernas por el borde. Desde aquí puedo ver la maleta, medio hecha, como mi vida ahora mismo. Con ropa que no encaja del todo. Cosas que no sé si llevar o dejar atrás. Demasiadas dudas para alguien que se está yen- do.
—Lo necesito, ¿vale? —digo al fin, bajando la voz—. Este viaje. Cambiar de aires. Estar sola, pero no del todo.
Silencio al otro lado. Solo su respiración. Y entonces, su tono se ablanda.
—Solo prométeme que me vas a escribir en cada parada. Que me vas a mandar tu ubicación. Que si el tal… ¿cómo se llama?
—Gabriel.
—…si el tal Gabriel hace algo raro, me lo digas. O le sacas una foto y me la mandas por si hay que poner su cara en la tele.
—¿Tú ves muchas series de crímenes, no?
—Me preparo por si acaso. No todas las que desaparecen en Europa vuelven con postales.
Nos reímos. Luego colgamos. Me quedo un rato mirando la pantalla en negro, como si esperara que alguien más me diera permiso para irme.
Pero ya he decidido. Yo no vuelo, yo conduzco. Aun- que sea en el asiento del copiloto de un coche que no conozco, con un tipo que ha marcado que no habla… rumbo a un país que solo he visto en fotos.
Quizá no sea la forma más normal de empezar una etapa nueva. Pero nunca me han gustado los caminos fáciles. Y aunque no lo sé aún… Este viaje lo va a cambiar todo.
Salgo de mi habitación y me encuentro con una escena que no esperaba. En el salón, mis padres y mis dos hermanos pequeños han preparado lo que ellos consideran una fiesta de despedida. Hay globos reciclados, platos de plástico y... un cartel que pone en letras grandes y doradas: “FELICES 50 AÑOS”.
—¿En serio? —digo, entre risas.
Pero alguien —mi madre, probablemente— ha tacha- do el “FELICES 50 AÑOS” con rotulador negro y ha escrito debajo en rojo: “BUEN VIAJE, VALIENTE (PERO LLAMA, ¿EH?)”
No puedo evitar sonreír.
Mi padre me da un beso rápido en la mejilla. Mis hermanos se cuelgan de mis piernas. Hacemos una foto ridícula frente al cartel. Y luego, con un nudo en la garganta que disfrazo con prisas, agarro la maleta y bajo las escaleras.
Ya en la calle, el aire huele a pan caliente y a des- pedida. En la esquina, un coche se va acercando lenta- mente.
Un Fiat Marea. Color azul claro. Matrícula vieja. Para- choques medio colgando.
—No, por favor —murmuro para mí misma—. Que no sea ese.
El coche para justo frente a mi portal. De él baja un chico. Tiene el pelo castaño, ligeramente revuelto, y una expresión más seria que la de un funcionario de hacienda.
Se queda mirándome un segundo, sin prisas.
—¿Eres la chica de la app? —pregunta, sin llegar a decir mi nombre.
—Sí. ¿Y tú eres el que no habla?
Él no responde al chiste. Solo asiente una vez, con gesto firme.
—Espero que no tengas pensado ir hasta Japón tú también —le suelto con una sonrisa ladeada.
Frunce ligeramente el ceño.
—¿Ir a Japón?
—Nada… “Fabio” —respondo, encogiéndome de hombros—. Por el camino te cuento.
Él abre el maletero, mete mi maleta sin decir una palabra más y luego señala el asiento del copiloto.
—Por favor, siéntate y ponte el cinturón —dice, con un tono seco como una hoja de instrucción médica.
Subo al coche. Me abrocho el cinturón.
En voz baja, para mí misma, murmuro:
—Empieza la aventura. Espero no tener que arrepentirme…
Y entonces el coche arranca.