París llovía como si el cielo estuviera escribiendo su propio poema sobre los tejados. Las hojas caídas formaban remolinos dorados y ocres sobre las aceras, y los faroles proyectaban una luz tibia, temblorosa, como si no quisieran interrumpir el murmullo suave de la lluvia.
Élise Moreau caminaba sin prisa, sin paraguas, como si cada gota fuera un susurro al oído. Llevaba un abrigo de lana azul oscuro y bajo el brazo, un cuaderno viejo, con la tapa gastada y bordes doblados por el uso. Sus pasos la guiaban, como siempre, a la pequeña librería de la Rue des Martyrs, esa esquina donde el tiempo parecía detenerse entre el olor a papel envejecido y las vitrinas empañadas.
Julien Marceau estaba dentro, como cada tarde. Entre sus manos, un ejemplar encuadernado en cuero que restauraba con la devoción de quien repara heridas antiguas. La lluvia golpeaba el cristal con insistencia, y él, a pesar de todo, se permitió mirar. No hacia la tormenta, sino hacia ella.
Fue un instante: el viento arrancó una hoja del cuaderno de Élise. Voló como una mariposa triste y, con un giro caprichoso, fue a posarse justo frente a la puerta de la librería. Julien salió, sin pensar demasiado, el libro aún en su mano izquierda, la otra extendida hacia la hoja empapada.
Sus miradas se cruzaron cuando sus dedos también lo hicieron, al tocar el papel.
Élise sonrió primero. Una de esas sonrisas que no necesitan palabras para quedarse grabadas. Julien, aún bajo el alero, la observó como si la lluvia le hubiera revelado un secreto. No dijo nada. Pero algo en su pecho —callado durante tanto tiempo— pareció encenderse.
Ella tomó la hoja, la dobló con cuidado y, sin más, siguió caminando.
Julien no volvió al interior de la tienda enseguida. Siguió mirándola hasta que desapareció entre los árboles mojados.
Y así empezó. No con un saludo, ni con una conversación. Solo una hoja volando. Dos manos que se encontraron. Y la certeza silenciosa de que algo, desde ese momento, había cambiado.