Los días siguientes trajeron más lluvia. No tormentas, no diluvios. Lluvia suave, persistente. De esa que moja sin avisar, que acompaña sin pedir permiso.
Élise siguió caminando como siempre, con el cuaderno bajo el brazo y los auriculares colgando del cuello, sin música. Le gustaba escuchar el mundo en su estado más puro. Y en ese mundo, empezó a notarlo: Julien.
A veces lo encontraba en la misma librería, inclinado sobre un tomo abierto, concentrado, como si leyera con los dedos. Otras veces, lo veía cruzar la calle desde la cafetería de la esquina, donde ella se sentaba junto a la ventana, escribiendo con tinta negra. No hablaban. Solo se miraban. Y ese cruce de ojos contenía más que cualquier saludo.
Una tarde, al entrar a la librería, Julien le ofreció un leve gesto con la cabeza. Ella respondió con otro. Silencio. Pero uno cómodo, lleno de posibilidades.
—¿Le gusta Marguerite Duras? —preguntó él un día, cuando la vio tomar El amante de una estantería alta.
—Depende del día —respondió ella, sonriendo—. Hoy sí.
Y eso bastó. Esa fue la primera conversación. Breve. Desarmante.
A partir de entonces, los encuentros "casuales" se volvieron rutina. Caminatas paralelas por el mismo boulevard. Coincidencias en cafés escondidos. Una noche incluso compartieron refugio bajo el toldo de una florería cerrada. Élise se rió, mirando hacia arriba. Julien, en silencio, la observó.
Los silencios seguían presentes. Pero eran distintos. No llenos de ausencia, sino de palabras que no necesitaban ser pronunciadas. Los dos sabían lo que era perder, lo que era estar solo. Pero también sabían lo que era encontrar, de pronto, una mirada que se quedaba.
No se preguntaban nombres, pasados ni futuros. Solo compartían lo que les era más real: el ahora.
Y así, sin saber exactamente cómo, la conexión empezó. Como la lluvia que no avisa. Como los libros que se abren solos en la página exacta.