Donde empieza la lluvia

Capítulo 5

Pasaron los años como pasan las estaciones en París: con gracia, con cierta melancolía, pero sin pedir permiso.

Élise y Julien no se hicieron promesas eternas. Nunca las necesitaron. Se eligieron cada día. En la forma en que él le alcanzaba el abrigo cuando el viento cambiaba, en cómo ella dejaba pequeñas notas en su taza de café, en los paseos silenciosos por la Rue Mouffetard cada domingo por la mañana. Y, por supuesto, en las cartas.

Las siguieron escribiendo.

No con la misma urgencia, no con la misma timidez. Pero sí con la misma verdad.

Una cada semana. A veces escondidas en los libros, otras bajo la almohada, o entre las flores secas que Élise guardaba en sus cuadernos. Palabras como abrigo, como ancla. Como forma de recordar que, incluso en la rutina, el amor puede ser una elección.

Una tarde de otoño —muchos otoños después del primero—, la librería cerró temprano. La lluvia caía sin fuerza, como un viejo hábito que se niega a desaparecer.

Julien y Élise estaban sentados en el mismo banco del parque donde se habían refugiado una vez, muchos años atrás. Ella tenía el cabello más blanco que castaño. Él tenía las manos más lentas, pero aún firmes. Entre los dos, un cuaderno. El primero. Aquel que perdió su hoja frente a la librería. Lo habían llenado juntos.

Élise lo abrió en una página cualquiera y escribió algo con su letra aún temblorosa. Luego se lo pasó a Julien.

Él leyó en voz alta, con una sonrisa en los labios:

—"No era el destino el que nos unía... era la elección diaria de elegirse, aun bajo la lluvia."

Y en ese momento, el mundo pareció detenerse. No porque la lluvia cesara, ni porque el tiempo se compadeciera, sino porque estaban juntos. Aun después de todo. Aun con todo.

"Donde empieza la lluvia... empieza también el amor que no teme mojarse."




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