El sonido del tren deslizándose sobre los rieles acompañaba la vista de los campos dorados de la Toscana. Noa apoyó la frente contra la ventana, observando cómo el paisaje cambiaba lentamente mientras el sol descendía, tiñendo el cielo de tonos cálidos. A su lado, Lucas hojeaba una guía de viajes, con una concentración casi fingida, porque su atención estaba realmente en Noa. En su mente, repetía una y otra vez el momento ideal para darle el anillo de pareja que llevaba guardado en su maleta.
Después de graduarse, habían decidido hacer este viaje juntos, una promesa que habían hecho en la universidad cuando las noches de estudio parecían interminables. Italia era su destino final, un país que representaba el arte, la historia y, de alguna manera, la libertad que ambos sentían ahora que podían escribir su propio futuro sin presiones.
—¿Sabes lo raro que es verte tan callado? —comentó Noa sin apartar la vista de la ventana.
Lucas sonrió, cerrando la guía con un suave golpe. —Estoy disfrutando el momento. Además, tengo que planear cómo sorprenderte.
Noa arqueó una ceja con una expresión de diversión. —No eres muy bueno guardando secretos, Lucas.
Lucas soltó una risa ligera, pero no dijo nada más. El tren comenzó a disminuir su velocidad, anunciando su llegada a Florencia, donde pasarían los próximos días explorando la ciudad. Al bajar, el aroma a café recién hecho y pan recién horneado los recibió en la estación. Noa estiró los brazos con entusiasmo.
—Bienvenido a la ciudad del arte —dijo Lucas con una sonrisa—. Vamos, nuestra aventura apenas empieza.
Los días en Italia transcurrieron entre calles empedradas, museos y pequeñas trattorias donde se permitían probar cada plato sin preocuparse por el tiempo. Noa parecía más relajado que nunca, explorando con curiosidad cada rincón, como un ratoncito inquieto corriendo de un lado a otro. Lucas no pudo evitar sonreír cada vez que lo veía tan absorto en algún detalle, ya fuera un vitral en una iglesia antigua o un pequeño puesto de libros en un callejón.
Pero, aunque cada día era una experiencia nueva, Lucas seguía esperando el momento perfecto para darle el anillo. Lo había imaginado mil veces: quizás en la cima del Duomo, con la ciudad extendiéndose bajo sus pies, o en un puente sobre el Arno, con la luz de las farolas reflejándose en el agua. Sin embargo, cada ocasión parecía demasiado calculada, demasiado planeada para lo que él realmente quería: un momento espontáneo, algo que reflejara lo que eran ellos dos.
Finalmente, el atardecer de su última noche en Italia le dio la respuesta. Estaban en la Piazza Michelangelo, con la ciudad extendiéndose ante ellos en tonos naranjas y dorados. Noa se adelantó, apoyando los brazos en la baranda de piedra, dejando que el viento despeinara su cabello. Lucas lo observó en silencio, su corazón latiendo con fuerza.
—Este es el lugar más hermoso en el que hemos estado —susurró Noa, sin apartar la vista del horizonte.
Lucas se acercó, sacando el pequeño estuche del bolsillo sin pensarlo demasiado. Con un gesto natural, lo puso en la baranda, justo a un lado de la mano de Noa.
Noa frunció el ceño al notar la pequeña caja oscura. La tomó con curiosidad, girándola en sus manos antes de abrirla lentamente. Sus ojos se abrieron con sorpresa al ver el anillo plateado en su interior.
—Lucas…
—No es una propuesta de matrimonio —se apresuró a decir Lucas, rascándose la nuca con una sonrisa nerviosa—. Es solo… algo simbólico. Algo para recordarnos este viaje, y todo lo que hemos vivido hasta ahora.
Noa sacó el anillo con cuidado, mirándolo bajo la luz del atardecer. Luego, sin decir nada, tomó la mano de Lucas y deslizó el otro anillo que venía en el estuche en su dedo.
—Entonces, es un pacto —dijo Noa con una sonrisa suave—. Para que recordemos que, pase lo que pase, siempre estaremos aquí el uno para el otro.
Lucas sintió cómo su pecho se llenaba de una calidez indescriptible. No necesitaban grandes promesas ni palabras elaboradas. En ese momento, con la ciudad de Florencia a sus pies y el cielo incendiado de colores sobre sus cabezas, supo que todo lo que necesitaba estaba justo ahí, a su lado.
Y mientras el sol terminaba de ocultarse en el horizonte, dejando solo un resplandor dorado sobre sus pieles, Lucas pensó que no importaba el lugar donde estuvieran. Mientras fuera con Noa, siempre sería el hogar.