Volver a casa después del viaje a Italia fue como despertar de un sueño hermoso. Noa aún sentía el sol cálido de Roma sobre la piel, como si lo llevara pegado en los hombros, junto al olor del café fuerte y las calles empedradas que pisaron juntos sin rumbo. A su lado, Lucas caminaba más liviano. Era como si ese anillo que ahora llevaban ambos en la mano no solo simbolizara una promesa, sino también una liberación: la de todo lo que habían sido antes de atreverse a ser lo que eran ahora.
La rutina volvió lentamente. Las mañanas eran compartidas, algunas en la cama entre risas y charlas, otras solo con miradas somnolientas y café apurado. Pero incluso en la cotidianidad, había algo distinto. Lucas, más detallista, comenzaba a descubrir pequeños gestos para cuidar a Noa sin que este se diera cuenta. Y Noa, por su parte, empezaba a dejar entrar a Lucas aún más profundamente en su mundo: en sus ideas, sus dudas, sus planes a futuro.
—Oye —dijo Lucas una noche, mientras estaban recostados viendo una serie cualquiera que ninguno seguía de verdad—. ¿Te diste cuenta de que no discutimos ni una sola vez en el viaje?
Noa giró el rostro, apoyado en el pecho de Lucas. —Porque estábamos ocupados besándonos en cada rincón de Italia. Difícil pelear cuando estás tragando helado en Florencia o robando fotos tuyas en Venecia.
Lucas rió bajo. —Me gustas cuando hablas así.
—¿Así cómo?
—Como si no tuvieras miedo de quererme.
Noa se quedó en silencio unos segundos. —Ya no lo tengo, creo. Me tomó seis años… pero estoy aquí, ¿no?
Lucas lo besó suavemente, sin decir nada. A veces, las respuestas más importantes no se dan con palabras.
A medida que pasaban los días, el grupo de amigos notó el cambio. Noa ya no evitaba hablar de Lucas frente a los demás ni se reía nervioso cuando alguien mencionaba su nombre. Lucas tampoco bajaba la mirada cuando alguien hacía un comentario sobre “lo bien que se ven juntos”.
Una tarde, mientras todos estaban reunidos en casa de Max, planificando la siguiente escapada grupal, Dylan soltó con su usual tono burlón:
—¿Y qué sigue? ¿Una boda sorpresa en el próximo viaje?
Todos rieron, menos Noa, que se puso rojo como un tomate, y Lucas, que sonrió sin decir nada.
Leo lo notó enseguida. —¡No! ¡No me digas que ya lo están pensando!
—No estamos diciendo nada —respondió Lucas, con las cejas levantadas, como si fuera un juego.
Pero la semilla ya estaba plantada. Noa lo miró después, cuando estaban a solas, y le dijo:
—¿Y si un día lo pensamos de verdad?
Lucas lo miró con esa expresión que Noa conocía tan bien, la de “lo he pensado cada día desde que te conocí, idiota”, pero en vez de decirlo, simplemente entrelazó sus dedos con los suyos y dijo:
—Cuando estemos listos, lo sabremos.
Y en ese momento, aunque la vida seguía su curso y aún quedaban cosas por enfrentar, ambos sabían que lo más difícil ya había quedado atrás. Lo que venía ahora no era perfecto, pero era suyo. Por primera vez, podían caminar el mundo sabiendo que lo harían juntos.