La casa de Jack y Max tenía algo acogedor. Tal vez era la luz cálida que se colaba por las ventanas, o el leve desorden de un lugar que se habita con amor. O quizás eran las voces que llenaban cada rincón, como si el tiempo no hubiera pasado desde los días en que eran solo un grupo de adolescentes intentando entenderse.
Estaban todos.
Amanda y Leo llegaron tomados de la mano, con una tarta improvisada que olía a canela. Félix traía una bolsa con juegos de mesa y una playlist que nadie pidió pero todos agradecieron. Dylan, como siempre, bromeaba sin parar, empujando a Max a que mostrara las fotos de cuando se conocieron.
Jack, sonriente, iba de un lado a otro sirviendo vasos, empujando a Max con el hombro cuando se ponía muy serio, y de vez en cuando lanzando miradas cómplices a los demás. Su casa era ahora un refugio, un espacio seguro, y eso se notaba.
Entre risas, bromas internas, y pequeñas confesiones envueltas en nostalgia, el día se deslizaba como si nunca fuera a terminar.
—¿Se acuerdan cuando pensábamos que crecer iba a separarnos? —preguntó Amanda, desde el sillón.
—Spoiler: no lo hizo —respondió Félix, con una sonrisa tranquila.
—Y aún así cambió todo —añadió Leo, mirando a los demás—. Pero no para mal. Solo... cambió.
Se hizo un silencio breve. Uno de esos que no incomodan. Un silencio lleno de recuerdos y acuerdos tácitos.
Lucas se sentó en el suelo, al lado del sofá donde estaba Noa. No se dijeron nada al principio. Solo compartieron el mismo espacio, como tantas veces.
Pero algo en sus miradas era distinto. Más sereno. Más claro.
Jack los observó de reojo. Max también. Pero no intervinieron. Porque sabían.
Félix contaba una anécdota absurda, Amanda y Leo se abrazaban entre carcajadas, y Dylan intentaba sacar una selfie grupal que no salía jamás.
Y en medio de todo eso, sin previo aviso, Lucas y Noa se miraron.
No fue una mirada larga. No fue dramática. Fue una de esas miradas que nacen cuando todo lo importante ya se ha dicho, cuando el amor deja de ser un acto ruidoso y se convierte en presencia constante.
Lucas sonrió. Noa le devolvió la sonrisa.
No hubo palabras.
Pero si alguien les hubiera preguntado en ese momento si seguían juntos, si se amaban, si todo valía la pena…
Esa sonrisa habría sido respuesta suficiente.
Porque a veces el amor no necesita más que eso: un lugar seguro, una casa llena de risas, y alguien al otro lado que te mire como si el mundo siempre hubiera sido sencillo.
Y esa noche, antes de que todos se fueran, antes de que apagaran las luces, alguien —nadie sabe quién— dejó una frase escrita en la pizarra de la cocina:
“A pesar de todo, seguimos siendo nosotros.”
Y eso bastaba.