El baile de primavera en la finca de los Hayworth fue mi bautizo en un mundo que no era el mío. Yo, Leah Aurelia Vance, la "nueva rica", observaba desde los márgenes cómo la aristocracia danzaba un vals cuyos pasos me eran ajenos. Mi refugio fue el invernadero, un lugar donde el aire olía a tierra húmeda y a flores exóticas, lejos del murmullo artificial del salón.
—Parece que los dos buscamos el mismo refugio —dijo una voz a mi espalda.
Al girarme, el aire se me atoró en el pecho. Julian Ashford. El heredero de Ashford Manor. No era solo su apostura, sino la calma que parecía emanar de él, una tranquilidad que contrastaba con la bulliciosa fiesta.
—Disculpe, mi lord, no quise interrumpir —balbuceé, sintiendo el rubor en mis mejillas.
—Por favor, llámame Julian. Y la que interrumpió no fuiste tú —aclaró con una sonrisa ligera—. Es un placer, señorita Vance.
Me sorprendió que supiera mi nombre. Se inclinó hacia una orquídea púrpura.
—A ellas también les desagradan las multitudes. Prefieren la calma, la conversación sincera.
—¿Habla con sus plantas? —pregunté, atreviéndome a un tono más liviano.
—Ellas nunca juzgan. Son compañías honestas —respondió, y su mirada se posó en mí con una intensidad que me detuvo el pulso—. Algo cada vez más raro en estos salones.
Hablamos entonces de libros, de viajes imaginados, de la pompa absurda que nos rodeaba. Él no hablaba de modas o cotilleos; hablaba de ideas. Y por primera vez, alguien no veía mi inteligencia como un defecto, sino como un valor. Bajo la cúpula de cristal, rodeada de fragancias que mareaban los sentidos, sentí que el suelo firme de mi escepticismo comenzaba a ceder.
Las semanas que siguieron fueron una sucesión de encuentros calculados por el azar o por él. Un cruce en la galería de arte, un paseo en Hyde Park donde su carruaje aparecía cuando el mío recorría el camino. Cada palabra intercambiada era un hilo más en una tela que yo no sabía si estaba tejiendo o en la que me estaba enredando.
La prueba de fuego llegó en el baile del Duque de Evergreen. En un arrebato de frivolidad aristocrática, se retó a los caballeros a declamar un verso de amor. Julian dio un paso al frente. Su voz, clara y serena, llenó el salón.
"Pronuncio tu nombre en voz baja, como un secreto que el viento se lleva, porque mi corazón, en su torpeza, no conoce de rangos ni altivas jerarquías. Te amo con la quietud de quien contempla una estrella lejana: sabiendo que su luz es para todos, pero su calor nunca será para mí. En este silencio que nos separa, mi alma entera te declara su verdad más pura."
El mundo no giró sobre su eje, pero el salón sí se sumió en un silencio palpable. No hubo duda en mi mente. Esas palabras, cargadas de un anhelo tan preciso, eran para mí. Antes de que empezara, su mirada, furtiva y rápida como un relámpago, había buscado la mía en la penumbra.
Tiempo después, cuando logré reunir el valor para acercarme, mis palabras sonaron torpes.
—Fueron unas palabras preciosas. Quien quiera que sea la joven dueña de sus sentimientos será muy afortunada.
—Gracias —murmuró él, y en esa única palabra, breve y temblorosa, creí escuchar un eco de todo lo que no podía decir en voz alta.
Esa noche, el sueño fue una quimera. No era insomnio, sino una vigilia febril, repitiendo cada sílaba, diseccionando cada pausa. La felicidad, un sentimiento que hasta entonces me había parecido ajeno y lejano, se instaló en mi habitación con la fuerza de una promesa.
Pero las promesas tácitas son frágiles. Después de aquel poema, nuestros caminos, antes entrelazados por casualidades, se volvieron paralelos. Solo coincidimos una vez más, en el gran baile de Ashford Manor. La mansión hervía de gente, un mar de sonrisas vacías que actuaba como un muro entre nosotros.
Hasta que el azar nos concedió un respiro. Un encuentro en el balcón, a la luz de la luna. Solo cinco minutos.
—Hola, Leah —dijo, y su voz era un refugio inmediato en medio del bullicio—. Me alegro de verte. Entre toda esta gente hipócrita, solo tú eres real. Nunca cambies eso.
Sentí que el calor me invadía el rostro. Era un elogio que no hablaba de mi apariencia, sino de mi esencia, y me dejó sin palabras, con todas las frases que había preparado atrapadas en un nudo en la garganta.
Él se inclinó un poco, bajando la voz hasta convertirla en un susurro solo para mí.
—Quería decirte algo… —comenzó, y en sus ojos vi un destello nuevo, una determinación que no estaba allí antes—. Pronto, por fin, las cosas cambiarán. Voy a tomar las riendas de mi vida para ser feliz al lado de la mujer que amo.
No dijo mi nombre. No hizo falta. En el silencio cargado entre nosotros, en la forma en que su mirada me sostenía sin pestañear, el mensaje era claro. No era una despedida, sino un juramento. Una promesa de que nuestro amor imposible estaba a punto de encontrar su camino.
El regreso a casa fue un viaje a través de un futuro recién inaugurado. La carroza se sacudía sobre el empedrado, pero yo ya no veía las calles oscuras de Londres, sino un porvenir deslumbrante. En la quietud de mi habitación, rodeada de las sombras familiares, dejé volar mi imaginación sin restricciones.
Cerré los ojos y lo visualicé todo: la solemne petición de mano, el anuncio público que sacudiría a la alta sociedad, la boda que sería a la vez un escándalo y una victoria. Imaginé a Julian, el hijo del Conde de Ashford, llegando a nuestra puerta, no con la altivez de su rango, sino con la firmeza de un hombre que ha decidido su destino. Lo vi de rodillas, tomando mis manos entre las suyas para pedirle permiso a mi padre, rompiendo con un solo gesto valiente todas las cadenas de la convención.
Soñé con la expresión de asombro en el rostro de mis padres, con el susurro incrédulo que recorrería la ciudad, y con la certeza, gloriosa y egoísta, de que, por fin, yo era la elegida. La razón de su felicidad y la futura señora de Ashford Manor.