La determinación era un nudo apretado en mi estómago, pero por sí sola no encontraba salida. Yo, con mis diecisiete años y mi eterno acompañante —un sombrero que mi madre insistía en que me hacía ver "discreta"— no podía irrumpir en Ashford Manor a interrogar a la servidumbre. Necesitaba un aliado, alguien que fuera invisible para los que vivían arriba, pero un confidente para los que trabajaban abajo.
Mi solución tenía nombre y apellido: Thomas Evans. Nuestro cochero, y el único que conocía mis aventuras infantiles de trepar a los árboles. Lo encontré en las caballerizas, limpiando meticulosamente los arneses.
—Thomas—dije, bajando la voz—. Necesito que hagas de detective. O de espía, más bien.
Él dejó el trapo y sonrió con una esquina de la boca.
—Suena más emocionante que limpiar estiércol,señorita Leah. ¿A quién debo espiar?
—A la servidumbre de Ashford Manor. Quiero saber todo lo que sepan sobre Julian los últimos meses.
Thomas no preguntó por qué. Solo asintió. Su ventaja era que el mundo de los criados era una hermandad; compartían cervezas, penas y, sobre todo, chismes.
Dos días después, Thomas me dio el parte en el jardín de invierno, bajo el pretexto de revisar una rueda del carruaje.
—No es fácil, señorita. Los de Ashford están asustados. Pero el ayuda de cámara del joven lord bebió de más y soltó la lengua. Dice que el señor Julian lleva viviendo en su piso de soltero en Mayfair desde que terminó la Universidad. Es normal en él.
—¿Y? —pregunté, impaciente.
—Pero que desde hace unos meses, casi desde que la condesa contrató a la nueva doncella personal, Sofía, empezó a visitar la mansión de sus padres con mucha más frecuencia. No por la doncella, claro —aclaró Thomas rápidamente—, sino que coincidió en el tiempo. El caso es que el ayuda de cámara lo veía más a menudo.
Eso era curioso. Julian valoraba su independencia. ¿Qué lo llevaba de vuelta al nido familiar con tanta asiduidad?
—Sin embargo —continuó Thomas, bajando la voz—, el verdadero cambio, el que hizo que el señor Julian se volviera... bueno, raro, empezó hace apenas tres o cuatro semanas.
Me incliné hacia delante, absorta.
—Comenzaron a llegar notas para él. No tenían remite. Un lacayo anónimo se las entregaba en la calle. El ayuda de cámara las vio: papel común, sin perfume, la escritura apresurada. Cada vez que el señor Julian recibía una, su humor cambiaba. Se ponía tenso, preocupado. Y acto seguido, empezaba a mover ficha.
—¿A mover ficha? —pregunté, sintiendo un escalofrío.
—Sí. Justo después de recibir la primera nota, fue a ver a un prestamista en una callejuela de Whitechapel. Un tipo de mala fama. Salió de allí con el ceño fruncido y sin el anillo de sello de su abuelo.
Un prestamista. Los rumores sobre deudas tomaban un cariz siniestro y tangible.
—Después de otra nota —prosiguió Thomas—, lo llevó, en dos ocasiones distintas, a las carreras de caballos en Epsom.
—Pero si Julian detestaba las carreras —protesté en un susurro—. Decía que era donde la nobleza exhibía su estupidez y su avaricia.
—Así es, señorita. Por eso al criado le chocó. Iba con desgana, como obligado. No apostaba, solo miraba, con una expresión... dura, como si estuviera estudiando el lugar o buscando a alguien.
Cada pieza de información era como un golpe. Alguien estaba presionando a Julian. Las notas eran el gatillo.
—Y lo más raro —concluyó Thomas— eran las visitas a una casita humilde en el número 7 de Elm Street, en Camden. Iba una vez por semana, siempre después de que llegaba una de esas notas. El criado nunca supo quién vivía allí. Julian entraba solo y pasaba dentro una o dos horas. Salía con la misma expresión con la que entraba: preocupada.
Una casita en Camden. ¿Un escondite? ¿El origen de las notas? ¿Un lugar donde guardaba algo... o a alguien?
La imagen del balcón, de su promesa de "tomar las riendas", cobró un nuevo y alarmante significado. No se trataba de un romance secreto, sino de una presión externa. Alguien tenía algo sobre él. Las notas, el prestamista, las carreras que odiaba... era la crónica de un hombre siendo chantajeado.
El hombre del que me enamoré no se había convertido en un extraño; estaba acorralado. Y ahora, más que nunca, tenía que encontrarlo. La búsqueda ya no era solo por amor, sino por justicia. Y todo empezaba con el misterio de unas notas anónimas.