¿dónde está el hijo del conde?

La casa en Camden

Las revelaciones de Thomas no me trajeron paz, sino una tormenta de dudas. ¿Era Julian un hombre acorralado por deudas y chantajes, o había una explicación que mi corazón, terco y esperanzado, se negaba a descartar? Decidí que, antes de condenarlo en mi mente, agotaría todas las posibilidades. Mi siguiente movimiento tenía que ser más astuto. No podía preguntar directamente por él, pero quizás sí sobre alguien más.

Fue entonces cuando Mary, mi doncella, entró en escena. Mientras me peinaba para la cena, solté el comentario con estudiada ligereza.

—Qué pena lo de la doncella de la condesa de Ashford, ¿no? —dije, mirándola en el reflejo del espejo—. Oí que la despidieron de forma terrible.

El efecto fue inmediato. Mary, cuya vida social giraba en torno a los chismes de la servidumbre, se iluminó.
—¡Oh,sí, señorita Leah! La tal Sofía. Un asunto muy raro, ese.

—¿Raro? ¿Por qué? —pregunté, fingiendo una curiosidad distraída.

—Por lo repentino. Y por lo secreto. Hace como mes y medio, supe por medio de mi prima que trabaja para los condesa que simplemente se fue. La condesa estaba furiosa, dicen que la reprendió en voz tan alta que se oyó hasta en las cocinas. Pero nadie sabe por qué. Y lo más extraño es que la echaron sin referencias. Para una chica como ella, sin parientes, es una sentencia de hambre. Sin embargo, nadie la ha visto pidiendo en las calles... es como si se la hubiera tragado la tierra.

Como si se la hubiera tragado la tierra. Las palabras resonaron en mí. Una doncella despedida en la miseria no simplemente desaparece. A menos que tuviera un lugar adónde ir. O alguien que la ayudara.

La conexión era imposible de ignorar. La partida de Sofía coincidía con el inicio del comportamiento más errático de Julian. Las visitas a la casita de Camden... ¿estaría relacionada con ella? La idea era descabellada, pero todas las piezas apuntaban allí. Un lord y una doncella. Un secreto lo suficientemente potente como para enfurecer a una condesa. Dinero empeñado. Un escondite.

No podía enviar a Thomas esta vez. Esto era demasiado personal, demasiado arriesgado. Tenía que verlo con mis propios ojos.

Vestida con unas ropas sencillas y pasadas de moda que había encontrado en el desván, y con un chal raído cubriéndome el pelo, me escabullí de casa al día siguiente. El barrio de Camden era otro mundo. El aire olía a hollín y a pan recién hecho, y las calles bullían con una energía tosca y vital que me resultaba a la vez intimidante y fascinante.

Con el corazón latiéndome en el cuello, encontré el número 7 de Elm Street. Era una casita de dos plantas, modesta pero limpia, con una maceta de geranios en la ventana. Me aposté en la esquina opuesta, fingiendo ajustar el zapato, durante lo que pareció una eternidad. No pasaba nada. La duda comenzó a corroerme. ¿Y si todo era una fantasía mía? ¿Y si el ayuda de cámara había inventado la historia?

Justo cuando estaba a punto de rendirme, la puerta se abrió.

Y allí estaba ella.

No la conocía de vista, pero no cabía duda. Llevaba un vestido sencillo de algodón, no la librea de una sirvienta, sino la ropa de una mujer común. En sus brazos cargaba una cesta de la compra. Pero no era su vestimenta lo que me dejó sin aliento.

Era su rostro. Joven, quizás de mi edad, con una belleza serena y sencilla que no necesitaba adornos. Y, sobre todo, no tenía el aspecto de alguien que estuviera pasando penurias. Al contrario, parecía tranquila, como si aquel lugar fuera su hogar.

Mientras la observaba, ella se rió por algo, una risa clara que llegó hasta mí a través del aire frío, y giró la cabeza hacia el interior de la casa para decir algo a alguien que no veía. Su expresión era de una familiaridad cómplice, íntima.

En ese instante, todo encajó con una claridad dolorosa y brutal.

Julian no visitaba a un prestamista o a un chantajista en esa casa.

Visitaba a Sofía.

La doncella despedida no había desaparecido. Él la había escondido aquí. El anillo empeñado, el dinero, las visitas furtivas... no eran por un juego sucio o una deuda de honor. Eran por ella.

La promesa en el balcón, esa esperanza que había alimentado mis sueños durante semanas, se deshizo en polvo. "Tomar las riendas de mi vida para ser feliz al lado de la mujer que amo." Las palabras ardieron en mi memoria, ya no como una promesa, sino como una confesión involuntaria. La mujer que amaba no era la intrusa "nueva rica". Era la doncella de su madre.

Y yo, Leah Aurelia Vance, había sido tan solo una cortina de humo, un pasatiempo inocente para un hombre que jugaba un juego mucho más peligroso. O quizás, lo más doloroso de todo, ni siquiera eso. Quizás solo fui una tonta que confundió amabilidad con amor.

Di media vuelta y me marché de Camden con un nudo de desilusión y rabia apretándome la garganta. La búsqueda había terminado. Había encontrado la verdad, y era mucho más amarga de lo que jamás había imaginado.




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