¿dónde está el hijo del conde?

Leña del árbol caído

La mañana siguiente a mi expedición a Camden amaneció bajo un manto de bruma y desencanto. Había abierto una puerta que preferiría no haber tocado, y tras ella solo encontré la confirmación de mi ingenuidad. Sofía, la doncella despedida, vivía con tranquila serenidad en su casita, y la única explicación posible era que Julian la mantuviera allí. El romance prohibido, las visitas furtivas, el anillo empeñado... todo apuntaba a una verdad que me dejaba en ridículo.

Mis esperanzas estaban rotas y solo quedaba el sabor amargo del engaño. Me había aferrado a un fantasma, mientras él ya tenía un hogar, un secreto, otra vida.

El golpe final llegó con el desayuno. Junto al The Times, reposaba el Whispering Post, el panfleto de chismes que mi madre detestaba pero que Annie, la doncella joven, solía colar "por error". Hoy, no fue un error. El título era una daga: "¿Un heredero inesperado para el linaje Ashford?".

Con manos frías, lo leí. El artículo, escrito con esa mezcla de falsa compasión y ácido deleite, revelaba que "una joven de buena familia" aseguraba estar esperando un hijo de Julian Ashford. La fuente que confirmaba la veracidad de esta relación era, precisamente, su gran amigo, Edward Fitzroy. Según el amigo, era "un asunto íntimo y prolongado", y el motivo más probable de la desaparición era "una huida cobarde ante las consecuencias".

Dejé caer el periódico sobre la mesa. El ruido de la porcelana al chocar me sobresaltó. Allí estaba. La prueba definitiva, pública y notoria. No solo había una amante oculta; había otra mujer, de su propia clase, embarazada. La sociedad tenía razón: era un libertino, un hombre sin honor. Y yo, la intrusa con aspiraciones, había sido su distracción más reciente y patética. La rabia inicial se transformó en una resignación profunda y cansada. Rendí mis armas. Dejé que el juicio del mundo, que tanto había despreciado, se instalara en mí como una verdad incuestionable. Era más fácil hundirse en esa certeza que seguir nadando contra la corriente de la evidencia.

Para distraerme, o quizá para castigarme, acepté el paseo en carruaje que mi madre me sugería. Hyde Park estaba particularmente animado. El aire fresco, aunque cargado de humo, limpiaba un poco la neblina de mi cabeza. Y fue entonces cuando los vi.

No a través de un cristal empañado por la emoción, sino con una claridad fría y despiadada. En un carruaje descubierto, a pocos metros de distancia, iban Edward Fitzroy y la joven de la que, sin duda, hablaba el periódico: la señorita Beatrice Croft. Una chica anodina, conocida más por su devoción excesiva y su arpa que por cualquier otra cosa. No me vieron. Estaban absortos en una conversación intensa, sus cabezas muy juntas.

Fue esa cercanía, en pleno paseo público, lo primero que me chocó. No era la actitud de un amigo consolando a la supuesta amante deshonrada de su mejor amigo. Había una intimidad en su postura, una urgencia en sus gestos que no encajaba en ese escenario. Observé, con la mirada clínica de quien ya no tiene ilusiones que perder. Edward no lucía afligido ni compungido. Parecía... ansioso. Y Beatrice, lejos de mostrar la palidez dramática de una doncella abandonada, escuchaba con una atención casi feroz, como si estuviera recibiendo instrucciones.

Y entonces, un pensamiento lento y gélido comenzó a abrirse paso en mi mente, ahuyentando la resignación.

Edward no se comportaba como un amigo.

Un verdadero amigo, incluso si confirmaba un hecho escandaloso para proteger a la familia de rumores peores, mostraría algo de lealtad residual, un dejo de pena por el amigo perdido. No estaría paseando en coche descubierto con la presunta amante, conversando con esa íntima vehemencia. Estaría en Ashford Manor, apoyando al Conde, o guardando un discreto silencio. No alimentando el escándalo en un periódico y luego exhibiendo a la protagonista. Era como si estuviera disfrutando del papel, o como si tuviera un interés personal en que esa narrativa fuera la única que se escuchara.

Mi mente, ahora liberada del cegador velo del enamoramiento, comenzó a atar cabos con fría lógica. Recordé la imagen de Sofía en Camden. Había felicidad en su rostro, una paz hogareña. Julian, según el ayuda de cámara, visitaba esa casa con fidelidad semanal, preocupado, pero siempre volvía. Si fuera el monstruo que pintaban, el seductor que abandonaba a damas embarazadas, ¿por qué mantener con tanto cuidado a la doncella despedida? ¿Por qué empeñar un anillo familiar por ella? No cuadraba con el perfil de un hombre que huye de una responsabilidad idéntica con una joven de su clase.

Una idea, terrible y plausible, tomó forma. ¿Y si Julian había estado atrapado entre dos fuegos? ¿Si su verdadero afecto era por Sofía (una relación imposible y costosa que explicaba el préstamo y el secreto), y alguien más, alguien como Edward, había visto en esa debilidad una oportunidad? ¿O si Beatrice, tal vez enamorada de Julian sin ser correspondida, y Edward, por razones propias, habían fabricado esta historia para... para qué? Para desacreditar a Julian por completo, para asegurarse de que, si aparecía, su nombre estuviera tan sucio que cualquier cosa que dijera fuera desestimada.

El artículo no era una confirmación. Era un asesinato de reputación. Y Edward blandía el cuchillo con el disfraz del amigo consternado.

Un escalofrío que no tenía que ver con el frío de Londres me recorrió la espalda. Había estado a punto de rendirme, de aceptar la versión fácil y dolorosa. Pero eso sería cometer la misma injusticia que tanto detestaba. Sería condenar a un hombre –un hombre que, al menos con Sofía, parecía actuar por algo que se parecía al amor verdadero– sin juicio, sin defensa.

La curiosidad, mi vieja aliada y mi más peligrosa tentación, despertó de nuevo. Pero esta vez no era el ardor ciego de la ilusión, sino el fuego controlado de la indagación. Si Julian no podía defenderse, alguien tenía que examinar los huecos en la acusación. Y esos huecos, encarnados en Edward Fitzroy y Beatrice Croft, eran enormes y sospechosos.




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