¿dónde está el hijo del conde?

Huida

La decisión de volver a Camden no nació de la valentía, sino de una desesperación calculada. Edward Fitzroy y su farsa me habían devuelto la determinación, pero necesitaba una verdad tangible, no solo sospechas. Y la única persona que podía darme una pieza clave del rompecabezas de Julian estaba en aquella casita. Iba a poner todas mis cartas sobre la mesa, o al menos, una versión cuidadosamente editada de ellas.

Vestida otra vez con ropas discretas, pero con el corazón latiendo con un ritmo de guerra, tomé un coche de alquiler hasta Elm Street. Esta vez, no me quedé en la esquina. Con un golpe seco que resonó en mis propios oídos, llamé a la puerta del número 7.

La espera fue breve. La puerta se abrió y allí estaba ella, Sofía. Vista de cerca, su belleza era aún más evidente: no la frialdad esculpida de las damas de salón, sino una calidez viva. Sus ojos, del color de la miel, se abrieron ligeramente al sorprenderse, pero no mostraron miedo, solo una cautelosa curiosidad.

—¿Sí? —preguntó, su voz suave pero firme.

—¿Señorita Sofía? —dije, forzando una sonrisa que esperaba fuera tranquilizadora—. Mi nombre es Leah Vance. Necesito hablar con usted. Es sobre Julian Ashford.

Su nombre hizo que un destello de alerta cruzara su rostro, pero también algo más: preocupación genuina. Me estudió por un segundo, sus ojos recorriendo mi rostro, mi ropa sencilla pero bien hecha. Pareció tomar una decisión.

—Pase —dijo, abriendo la puerta un poco más—. El té está recién hecho.

El interior era acogedor, limpio y lleno de pequeños detalles que hablaban de cuidado, no de lujo. Mientras servía el té en tazas de loza, sentí una punzada de conflicto. En otras circunstancias, me habría gustado tener una amiga así. Parecía real.

—¿Cómo conoce a Julian? —preguntó ella directamente, sin preámbulos, sentándose frente a mí.

Aquí venía mi mentira piadosa, mi disfraz de motivos.

—Él… es un amigo —comencé, eligiendo las palabras con cuidado—. O lo era. Antes de desaparecer. Y toda Londres está ahora lanzándole piedras, diciendo cosas terribles. —Miré a los ojos, tratando de transmitir sinceridad—. Yo no creo en esos chismes. Creo que hay algo más. Y pensé que usted, sabiendo… lo que sea que sabe, podría ayudarme a encontrar la verdad. Para limpiar su nombre.

Sofía me observó, su taza suspendida en el aire. Vi cómo un velo de tristeza nublaba su mirada.

—Él ha sido muy bueno conmigo —confesó en un tono bajo—. Me salvó. La condesa me despidió por… por una falsa acusación. Estaba perdida. Julian me encontró, me dio refugio aquí. Él es un hombre de honor.

Sus palabras, llenas de convicción, resonaron en mi pecho con una mezcla de alivio y dolor. Aliviaba saber que mi instinto sobre la nobleza de Julian no estaba completamente equivocado. Dolía porque esa nobleza se había volcado en otra.

—¿Pero por qué desapareció? —insistí—. ¿Se metió en problemas? ¿Deudas?

Ella negó con la cabeza.
—No era por deudas de juego,como dicen. Él… estaba intentando conseguir dinero para algo. Algo importante. Recibía notas, mensajes. Se ponía muy serio. Temía por alguien.

—¿Por quién? —pregunté, inclinándome.

Antes de que pudiera responder, un golpe violento sacudió la puerta principal, haciéndonos saltar a ambas. No era un llamada, era un impacto, como si alguien intentara echarla abajo.

—¡Abran! —rugió una voz masculina y áspera desde fuera.

El rostro de Sofía se descompuso en puro terror. “¡Ellos!” fue lo único que atinó a decir.

En ese instante, mi mente, entrenada en la lógica pero acelerada por el miedo, reaccionó más rápido que el instinto de paralizarse. Recordé haber visto una pequeña puerta junto a la cocina al entrar.

—¡Por detrás! —silbé, agarrando su muñeca—. ¡Ahora!

Corrimos a la cocina. Los golpes en la puerta principal redoblaban, acompañados de maldiciones. Con dedos temblorosos, Sofía descorrió el cerrojo de la puerta trasera que daba a un callejón estrecho y sucio. Salimos a la niebla londinense como dos fantasmas asustados y echamos a correr.

No sabíamos quiénes eran, pero el tono no dejaba lugar a dudas: no eran aliados. Oíamos pasos pesados tras nosotros, aunque la bruma nos ocultaba. Cambiamos de calle una y otra vez, doblando esquinas al azar, hasta que el sonido de los perseguidores se mezcló con el bullicio general. Subimos a la primera silla de posta que vimos, pero una paranoia aguda se apoderó de mí. ¿Y si nos seguían? ¿Y si preguntaban al cochero?

—¡Pare aquí! —ordené en una calle poco transitada, pagando al conductor con monedas que saqué a tientas de mi bolso.

Necesitábamos desaparecer. Y entonces lo vi: una tienda lóbrega, con el letrero descolorido que rezaba “Todo a Precio Único: Ropa y Varios”. Era perfecta. Empujé la puerta, haciendo sonar una campanilla oxidada. El interior olía a naftalina y polvo, y estaba atestado de montañas de ropa usada, sombreros, bastones y todo tipo de trastos.

La anciana que regentaba el lugar nos miró con desinterés por encima de sus lentes. Sin tiempo que perder, seleccioné dos prendas a ojo: un sobrio vestido gris y una capa raída para mí, y un sencillo conjunto de doncella, más oscuro y ordinario que el que Sofía llevaba, para ella. Compré también dos pañuelos grandes para el cabello. Era el disfraz más barato y efectivo.

Minutos después, salimos de una trastienda mal iluminada transformadas. Yo parecía una institutriz o una secretaria apocada. Sofía, con su rostro parcialmente oculto por el pañuelo, pasaba por una sirvienta cualquiera. Era asombroso cómo la ropa podía crear una nueva persona.

Esta vez, tomamos un coche de alquiler diferente, dando una dirección lejana antes de cambiar de rumbo hacia Mayfair. La tensión no cedió hasta que el carruaje se detuvo frente a la puerta de servicio de la mansión Vance.

—Por aquí —indiqué a Sofía, cuya mirada era un pozo de gratitud y confusión.

La colé por la entrada de los criados, sorteando con suerte los pasillos laterales hasta llegar a la escalera que conducía a mis estancias. Una vez en mi habitación, con la puerta cerrada con llave, ambas nos dejamos caer, jadeantes, en el suelo.




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