Pasé la siguiente página del diario. A medida que iba leyendo, no me imaginaba lo mucho que había pasado mi abuela.
En el diario, explicaba los tres años de ausencia de mi abuelo durante la guerra. Relataba las cartas que llegaban desde el frente, y cómo, mientras tanto, ella cuidaba sola de sus tres hijos. No había dinero. Limpiaba casas para ganar lo justo para que sus hijos tuvieran algo que comer. “A veces solo pan duro con un poco de aceite, cuando había”, escribió.
Cuando la guerra terminó, mi abuelo volvió a casa. La imagen de él regresando, delgado, con el rostro endurecido, la recordaba con mezcla de alivio y miedo. Traía consigo una fiebre persistente y una tos seca que no lo dejaba dormir. Mi abuela lo cuidó como pudo, empapando paños en agua fría para bajarle la temperatura, cambiándole la ropa bañada en sudor durante la noche, temiendo que no resistiera. Decía que, por momentos, sentía que la guerra no había terminado, solo que ahora se libraba dentro de su hogar, contra la enfermedad y la miseria.
Al poco tiempo, quedó embarazada nuevamente.
Sin embargo, la posguerra fue aún más dura. Andalucía, según contaba, fue una de las regiones más golpeadas. Les dieron la cartilla de racionamiento, y muchos días la comida no alcanzaba. Mi abuelo consiguió trabajo como salinero, agotado y callado, con la mirada siempre fija en el suelo.
En 1939 mi abuela dio a luz a otro niño, al que llamaron Manuel. Pero a los cinco meses enfermó y murió, dejando a mi abuela sumida en una tristeza profunda.
Ella siempre temió que aquella fiebre que trajo mi abuelo de la guerra —y que nunca terminó de entender del todo— fuera la causa. “A veces las enfermedades se quedan en el cuerpo como fantasmas”, escribió con dolor. “Y pasan de uno a otro sin que sepamos cómo defendernos.”
Y a los pocos meses (1940) también falleció su segunda hija a causa de una otitis. Aquel año parecía marcado por la muerte. Años después, también perdió a su hermana mayor y, sin pensarlo, asumió el cuidado de sus sobrinos mientras ayudaba a su cuñado en todo lo que podía. Todo eso… mientras seguía en pie, enfrentando la crudeza de la posguerra.
Una parte del diario recogía ese recuerdo con especial dolor. También ahí lo escribió como si reviviera cada palabra:
—Señora María —le dijo el médico, con voz grave—, hemos hecho lo que hemos podido, pero la infección ha avanzado muy rápido.
—Pero es solo un dolor de oído… —susurró ella, con los ojos llenos de lágrimas.
—Lo era. Pero sin tratamiento, ha alcanzado el cerebro.
—¡Tiene solo cinco años! ¡Tiene que hacer algo!
El médico bajó la mirada, enmudecido por su impotencia.
—Lo siento.
Ese fue uno de los días más oscuros de su vida, escribió. Y aún no había terminado el dolor.
Una noche, mi abuela relataba en el diario una conversación que tuvo con mi abuelo tiempo después de su regreso. Fue entonces cuando él se atrevió a confesarle algo que había guardado durante años.
Había algo en su mirada, en su forma de encender el cigarro o de quedarse quieto mirando al vacío, que mi abuela no reconocía. Hasta que una noche, cuando los niños dormían, él habló.
—María… hay algo que necesito contarte.
Ella lo miró desde la mesa, donde zurcía uno de los únicos pares de medias que aún servían.
—Dime.
—En el frente… no solo sobreviví por suerte. —Hizo una pausa larga, tragando saliva—. Me pasé al otro bando. Me hice pasar por nacional. Si no lo hacía… me fusilaban.
María bajó lentamente la aguja. No dijo nada al principio.
—Negué ser republicano, María. Negué todo… por ti. Por los niños. Si moría, te dejaba sola con tres hijos, sin casa, sin pan.
Ella lo observó con ojos serenos, pero firmes.
—¿Y tú crees que te juzgo por eso? —dijo en voz baja, sin rencor—. Yo hubiera hecho lo mismo. No por mí, por ellos.
Él bajó la cabeza, aliviado y a la vez avergonzado.
—No duermo desde entonces. Veo las caras de los que se quedaron. Los que no mintieron.
—Tú no los traicionaste —respondió ella—. Tú salvaste esta familia. Esos niños tienen padre gracias a ti.
El silencio se instaló entre ellos de nuevo, pero era distinto. Era un silencio que compartía el peso del dolor, no el de la culpa.
Ese fragmento, escrito con mano temblorosa, estaba acompañado por una pequeña nota en el margen:
“Nunca le faltó valor. A veces, el amor también es eso: mentir para vivir.”
Afuera, el país intentaba recomponerse entre escombros y lágrimas. Pero en aquella casa pequeña, sin lujos ni certezas, sobrevivía algo más fuerte: la voluntad de seguir adelante.
Cerré el diario. Respiré hondo. Y en ese momento entendí que mi abuela no solo había sido una mujer fuerte. Fue una superviviente. Una madre. Una esposa. Una heroína silenciosa.