John había trabajado durante años en la misma empresa, disfrutando de la rutina y la compañía de sus compañeros. Pero todo cambió cuando Rosa llegó a la oficina. Fue como un rayo de luz que iluminó su vida, una presencia inesperada y cegadora. Ella era hermosa, con una sonrisa suave que transmitía una dulzura infinita. Su nombre, “Rosa,” parecía hecho a medida para ella. La forma en que sus ojos brillaban y su cabello oscuro caía en ondas suaves le daba una belleza única, como la flor en su nombre.
Desde el primer momento, John sintió una atracción incontrolable por ella, algo que le hizo imaginar que, si ella fuera una rosa, él sería el jardinero que cuidaría su delicada fragilidad. Pero pronto se dio cuenta de que Rosa no era solo una flor delicada. También tenía espinas, una protección invisible que la hacía difícil de alcanzar.
A pesar de la distancia emocional de Rosa, John se empeñó en acercarse. A través de pequeñas charlas y gestos, intentaba conocerla más. Sin embargo, algo en ella siempre permanecía distante, como si su corazón estuviera roto y aún buscando sanar.
John comenzó a escribirle cartas, derramando su alma en palabras. En cada línea, expresaba lo que sentía por ella, esperando que un día, Rosa pudiera ver lo profundo de su amor. Pero sus cartas quedaban sin respuesta, y la ausencia de respuestas le dolía más que cualquier espina.
Con el paso del tiempo, John se dio cuenta de que Rosa rara vez respondía a sus intentos de acercamiento. Pero en su corazón, seguía esperanzado. A pesar de su indiferencia, había algo en su mirada que le indicaba que tal vez, solo tal vez, ella sentía algo por él. Sin embargo, los gestos de Rosa eran ambiguos, dejándole siempre en una constante indecisión.
A medida que avanzaba el tiempo, la distancia entre ellos se hacía más palpable. John seguía intentando, y aunque Rosa le respondía en algunas ocasiones, nunca mostraba un interés real. Él se resignó a aceptar que tal vez nunca sería correspondido, pero en su corazón, Rosa seguía siendo su musa, su rosa.