El bosque se alzaba oscuro y silencioso a ambos lados del sendero, como si contuviera la respiración junto a ella. Aria llevaba tanto tiempo huyendo que ya no sabía cuántos bosques había cruzado, cuántas noches había pasado sin dormir ni comer lo suficiente.
Solo sabía una cosa:
No podía detenerse.
No mientras él siguiera tras su rastro.
Los árboles parecían cerrar el paso y abrirlo al mismo tiempo, marcando un camino que ella no había elegido, pero que debía seguir. Su respiración era irregular, un jadeo áspero que le quemaba la garganta. El cansancio se acumulaba en cada músculo, pero su lobo empujaba desde dentro:
"Sigue."
Aria siempre había sido más fuerte de lo que mostraba. Sin embargo, desde aquella noche su fuerza ya no se sentía como virtud, sino como sobrevivencia. Como una obligación.
Como un recordatorio de que el mundo podía romperla con facilidad si se detenía un segundo de más.
Un crujido a su izquierda la hizo frenar.
Su corazón latió tan fuerte que lo sintió en la garganta. Miró entre los árboles, tensa, pero no vio ojos brillando ni sombras moviéndose. Solo bosque y silencio.
Aun así, el miedo le erizó la piel.
Tenía que seguir.
La tierra bajo sus pies estaba húmeda, resbaladiza. La tormenta se acercaba; podía sentirse en el aire frío que le golpeaba las mejillas. Las primeras gotas comenzaron a caer mientras ella avanzaba, encogiéndose dentro de su abrigo fino.
No estaba preparada para una noche más a la intemperie.
Pero tampoco podía permitirse buscar refugio. No en campo abierto.
Un aullido lejano la congeló.
Aria tragó saliva.
Era un aviso territorial. Un recordatorio.
Una frontera cercana.
Su pecho se apretó. Cruzar territorio ajeno siempre era una apuesta peligrosa, pero quedarse fuera era peor. El olor de la tormenta se mezclaba con un aroma más profundo, dominante… como un lobo enorme respirando cerca de su cuello.
Su lobo se tensó primero, luego retrocedió… y luego, sorprendentemente, se quedó quieto. Como si algo en ese olor lo mantuviera atento.
—No vinimos a buscar problemas —susurró Aria, aunque sabía que no siempre podía evitarlos.
Los árboles se abrieron de pronto, revelando una línea de piedras cubiertas de musgo. Una frontera marcada con claridad. Una advertencia para cualquiera con dos dedos de instinto.
El aire dentro del territorio era distinto: más denso, más antiguo, más… poderoso.
Un poder frío que parecía dormir bajo la tierra.
Aria exhaló, temblando.
No quería entrar.
No quería llamar la atención.
No quería arriesgarse a caer bajo el control de nadie más.
Pero detrás de ella, el bosque crujió de nuevo.
Una rama se partió.
Demasiado cercana.
El miedo tomó su garganta como un puño invisible.
No podía volver atrás.
Con un paso lento, casi reverente, Aria cruzó la frontera.
Al instante, el aroma del territorio la envolvió como una manta pesada. Su lobo tembló contra su voluntad, incómodo y al mismo tiempo… atraído. Una mezcla imposible que la confundió y la hizo apretar los puños.
—Tranquila —susurró.
La lluvia empezó a caer con fuerza, empapándola al instante. Una gota le resbaló por la mejilla, fría como el metal. Aria avanzó tambaleándose, buscando un lugar donde refugiarse temporalmente, aunque fuera un hueco entre rocas o un tronco hueco donde descansar unos minutos.
No vio a nadie.
No escuchó pasos.
El bosque era puro silencio y lluvia.
Pero algo… alguien… la estaba observando.
Ella lo sintió.
Su lobo lo sintió.
Un escalofrío profundo recorrió su columna.
Aria apretó el abrigo contra su cuerpo y siguió adelante, completamente sola, completamente vulnerable.
La tormenta rugió sobre ella.
Pero ningún lobo apareció todavía.
Nadie la encontró.
Y así, sin ella saberlo terminó su primera noche dentro del territorio de la Manada Blackthorn,
sin saber que ese paso marcaría el inicio de un destino del que no podría escapar.
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Editado: 20.11.2025