Donde Huye la Luna

Capítulo 2 — Cazadores en la Tormenta

El cielo estaba completamente negro cuando Aria despertó sobresaltada.

No recordaba haberse quedado dormida. Había encontrado apenas un hueco entre dos rocas, suficiente para cubrirse de la lluvia, y su cuerpo agotado simplemente se apagó. Pero algo la despertó.

No un ruido.
No un sueño.

Un olor.

Aria contuvo la respiración, sintiendo el corazón golpearle tan fuerte que creyó que las rocas vibraban con él. Sonidos de pisadas se acercaban, primero distantes, luego más claras.

Pisadas rápidas.
Determinadas.
Demasiadas para ser un animal cualquiera.

Su lobo se erizó.

"No… no aquí…"

Aria se pegó más a la roca, casi sin espacio para moverse. La lluvia golpeaba la tierra a su alrededor, disimulando su respiración. O eso esperaba.

Un murmullo de voces llegó entre los árboles.

—La huelo. Está cerca.

La sangre de Aria se congeló.
Esa voz la conocía. Esa voz la perseguía.

Adrian Draven.
O uno de sus hombres.

Otro lobo habló:
—Se metió aquí dentro… pero esto es territorio marcado.

Silencio.
Uno pesado.

Luego, la voz del primero:
—Blackthorn.

Un gruñido reprimido.
Aria sintió el sudor frío, mezclarse con la lluvia.

La Manada Blackthorn no era conocida por su hospitalidad. Era conocida por ser letal, cerrada, y por un alfa que no toleraba intrusos. Nadie quería guerra con ellos.

Nadie.

Ni siquiera Adrian.

—Si cruzamos más, sería una declaración.
—El alfa lo tomaría como una provocación.
—Entonces nos retiramos.

Aria soltó un suspiro silencioso, el primero en horas.
Los pasos se alejaron, uno por uno, pero su cuerpo siguió rígido durante varios minutos, hasta que todo lo que quedó fue la lluvia golpeando la tierra.

Se habían ido.

Pero ella seguía sola en territorio ajeno.
Y si la patrulla de Blackthorn la encontraba, no sería diferente. Quizá peor.

Aun así, Aria salió de su escondite con cautela. Sus piernas estaban entumecidas y le dolían al estirarlas. Creyó tener tiempo para moverse antes de que alguien más la rastreara.

Se equivocó.

No pasó ni media hora cuando una voz resonó a sus espaldas:

—¡Alto ahí!

Aria giró tan rápido que casi resbaló. Tres lobos —en forma humana— emergieron entre los árboles, empapados por la lluvia, musculosos, con el aire feroz típico de guerreros territoriales.

Y todos la miraban como si fuera un enemigo.

—Intrusa —escupió uno.
—¿Quién eres? —preguntó otro.
—No huele a ninguna manada cercana —agregó el tercero, frunciendo la nariz.

Aria levantó las manos lentamente, mostrando que no tenía armas.

—Solo… estoy de paso —dijo con voz tensa.

—Nadie está “de paso” en territorios Blackthorn —rugió el más grande mientras daba un paso hacia ella.

Aria retrocedió instintivamente.

En un segundo, el guerrero desapareció de su vista. No tuvo tiempo de reaccionar: una mano dura y caliente le sujetó el brazo con tanta fuerza que soltó un pequeño gemido involuntario.

—¡Suéltame! —intentó girar, zafarse, rasguñarlo con las uñas.

Pero era inútil.
El guerrero era más fuerte.
Mucho más fuerte.

Aria sabía que pelear no ayudaría, aun así su cuerpo reaccionó solo, su lobo empujando desde dentro con desesperación.

—¡Detente! —ordenó otro de los guerreros, acercándose—. Si sigues moviéndote te voy a someter. Y no te va a gustar.

Aria apretó los dientes.
Temblaba.
Odiaba temblar.

—No les he hecho nada —dijo ella, pero sus palabras fueron absorbidas por la lluvia.

El que la sujetaba se inclinó un poco hacia ella, olfateándola.

—Está asustada —murmuró.

—Da igual. Sigue siendo una intrusa —respondió el líder de la patrulla—. Llévensela. El alfa decidirá qué hacer con ella.

Aria sintió un nudo helado formarse en su estómago.

—No —susurró, retrocediendo otra vez—. No quiero ir con ustedes. No busco problemas.

Intentó correr.
Un último intento desesperado.

Pero no dio ni dos pasos.

Un brazo fuerte se cerró alrededor de su cintura y la levantó del suelo como si no pesara nada. Ella pateó, arañó, forcejeó.

—¡Déjenme ir! ¡No soy una amenaza!

—No es tu decisión —gruñó el guerrero que la cargaba—. Estás en nuestro territorio. Eres asunto nuestro.

Aria siguió luchando, pero cada movimiento la hacía más consciente de su debilidad. No podía ganar. No estaba en condiciones de escapar otra vez.

Con la respiración entrecortada, finalmente dejó de forcejear, agotada.

La patrulla comenzó a avanzar con ella en brazos, ignorando sus intentos de mirar a su alrededor, ignorando sus súplicas.

Aria cerró los ojos.

Los pasos retumbaban bajo ella.
El olor de la manada la envolvía.
Y el pensamiento que la hundió fue simple:

No podía escapar.
Esta vez… estaba atrapada.

Y aún no sabía que la llevaban directo al hombre cuyo olor había sentido en la frontera.
Al alfa cuya vida estaba destinada a cruzarse con la suya.

Al alfa Blackthorn.




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