Si existe un Dios, él tendrá que
rogarme para que lo perdone.
Inscripción hecha en
un muro en el campo
de concentración de Auschwitz.
Te subiste al auto con las demás, entonces, te percataste que ya se estaba haciendo de noche y tú mejor que nadie sabías que la noche era traicionera, que le gustaba burlarse de ti, y transportarte al pasado.
Un pasado no muy lejano en el que fuiste feliz.
Un pasado en el que de día te gustaba sembrar flores y de noche, sentarte a observar las estrellas.
Un pasado que la muerte se llevó, como se llevó tantas cosas que amabas.
Mirabas a la nada, porque eso era lo que sobraba allí; la oscuridad, el vacío y los silencios.
Los silencios que a veces eran interrumpidos por la detonación de un arma.
Tú odiabas los silencios, porque tu familia siempre fue muy ruidosa, y extrañabas eso.
Extrañabas las carcajadas de tu padre y los gritos de tu madre.
Extrañabas el llanto del pequeño Henry y recordabas cómo en algunas ocasiones le gritaste que se callase para que te dejara estudiar.
Una maldita lágrima recorría tu rostro huesudo al recordar aquellos momentos, y entonces, te aferrabas las uñas a la carne, en un intento por mitigar tu dolor; llorabas y suplicabas, pero nada, nada, podía devolverte aquella vida que un día tuviste.
Nada podía devolverte a tu pequeño hermanito de rubios cabellos.
Aquel niño que solía reír cuando le hacías caras chistosas ahora no era más que cenizas en el viento, esas mismas cenizas que cuando salías al patio del campo a causa de las selecciones, podías ver bañar el cielo de Auschwitz.
Y rogabas, y suplicabas que ojalá te eligiesen a ti, pero en el fondo eras cobarde o quizás, demasiado valiente para resistir todo lo que te tocaba vivir.
Mirabas el firmamento encapotado en el día y sin estrellas en las noches, e intentabas buscar una razón, algo que te diera fuerzas para que tus raíces no se quedaran en esa tierra maldita.
Pero por más que intentabas ver a través del cristal de tus lágrimas directo al horizonte, no encontrabas más que alambres, esos mismos alambres que ya se habían clavado en tu piel el mismo día en que te quedaste sola.
Sola para siempre.
Bajabas tu mirada hasta el suelo, directo a los charcos de agua y veías tu rostro; un rostro que daba terror.
Nada quedaba de Danna, la chica de cabellos castaños y rostro pecoso que quería ser cantante, solo los huesos quedaban de ella.
Nada de labios rojos, ni mejillas sonrojadas; allí no había cabida para la belleza, solo para el horror, porque eso era lo que sentías cuando te veías: horror.
El auto se movía recorriendo los caminos del averno y comenzaste a preguntarte si había llegado el día en que por fin volverías a ser libre.
Caíste en cuenta que había comenzado a llover e intentaste esbozar una sonrisa, una sonrisa que se marchitó antes de nacer, porque así era la vida allí; todo moría antes de tiempo, antes de florecer.
Recordaste que de niña te gustaba ver como la lluvia caía, abrías la puerta de tu casa y el agua salpicaba el interior de la entrada, mojándote los pies.
Tenías muchas ganas de volver a tu casa, a esa pequeña casa en donde tantas veces reíste y fuiste feliz.
Pero esa vez la lluvia no tenía ningún sentido para ti, comenzaste a odiar la lluvia, porque cuando llegaste a ese lugar, esa mañana, estaba lloviendo. Por eso el olor a tierra mojada te daba repulsión, te daba asco.
Recordaste que te llevaron en aquel viaje en tren y no entendiste el porqué.
Porque si las aves volaban libres sobre el firmamento añil que se elevaba sobre tu casa, tú viajaste enjaulada; pegada al hierro oxidado de un vagón que olía a porquería, sintiendo como se te contraía el estómago por el hambre, como se te secaba la garganta por la sed, sin imaginar que esa sensación nunca se iría.
Y seguías preguntándote, ¿por qué?
Por qué si tantas veces caminaste libre por las calles de Cracovia, vistiendo hermosos vestidos que tu madre había cosido para ti —con el cabello adornado de pasadores de flores y abriendo los brazos al viento para sentir la brisa próxima del invierno atravesar tu piel—, por qué todos se te quedaban viendo como fieras que acechaban a una presa solitaria en medio del bosque; esperando, cautelosos, silenciosos, el momento indicado para echarse sobre ti y acabar con la poca dignidad que te quedaba.
El auto se detuvo y te hicieron bajar a empujones, pero no te lastimaba, no te dolía, porque ya te habías acostumbrado a que tu piel tolerara; así como toleró un invierno sin abrigos, como toleró las magulladuras y las bofetadas.
Tú sabias muy bien que el cuerpo ya no sentía, pero tu alma, esa sí seguía doliendo como el primer día en que fuiste separada de los tuyos.
Tus abuelos y el pequeño Henry fueron a otro campo, al igual que tu padre. Así que solo te quedaste con tu madre que un tiempo después murió de un disparo que un soldado le propinó cuando te quiso defender.