Donde los relojes se rinden

Capítulo 1: El día que llegó la carta

Nadie sabe en qué momento exacto comienza el colapso.
Algunos lo marcan con una fecha, otros con una sensación.
Yo lo marqué con una carta sin remitente.

Llegó a las 11:46 de la mañana. Lo recuerdo con precisión quirúrgica. No porque el contenido fuera urgente —aunque lo era—, sino porque ese día todo lo demás parecía… desajustado. La luz entraba por la ventana de la cocina con una intensidad opaca, como si el sol estuviera indeciso entre existir o no. El hervidor chisporroteaba con rabia contenida, y mi celular tenía tres notificaciones que no abrí.

La carta estaba sobre el felpudo, entre dos sobres de propaganda inmobiliaria y un catálogo vencido de supermercado. Era blanca. Sin logo. Sin dirección de envío. Solo mi nombre, escrito en letras negras, mayúsculas, exactas: ALEJANDRO FERRADA.

No doctor.
No señor.
No iniciales.

Solo el nombre pelado. Como si el sobre supiera más de mí que yo mismo.

No sé por qué la abrí con tanto cuidado. Quizás porque tenía ese aire de cosa importante, o quizás porque ya sentía que algo estaba por romperse. Usé la punta de una cuchara, como si tuviera miedo de ensuciarla con mis dedos. El papel dentro era grueso, de esos que crujen al doblarse. Y el texto… eran solo tres frases, centradas, frías, perfectas.

Alejandro Ferrada:
Te quedan 87 días de vida.
No hay error. No hay cura. No intentes huir.

Lo primero que hice fue reír.

No a carcajadas. Una risa seca, de esas que se lanzan cuando la realidad parece mal escrita. Luego volví a leerlo. Una, dos, tres veces. Hasta memorizarlo. Incluso probé leerlo en voz alta, como si las palabras, al pasar por mi garganta, fueran a transformarse en otra cosa. No lo hicieron.

Pensé que era una broma. Una amenaza. Algún tipo de broma macabra. Pero no encajaba. No tenía sentido.

Nadie sabía dónde vivía realmente. Me había mudado hacía menos de dos semanas a este departamento viejo de Ñuñoa, donde el papel mural estaba desprendido en las esquinas y el agua salía tibia por decisión propia. Nadie me visitaba. No tenía redes sociales activas. No debía dinero. No tenía enemigos declarados.

Tenía 41 años. Una carrera universitaria a medio morir. Una relación rota desde hacía cinco años. Un gato que no era mío, pero que venía a dormir a mi alfombra cada noche.

Y ahora tenía eso: una carta que me decía, sin más, que iba a morir.

En 87 días.

Las primeras horas transcurrieron como un loop irreal. Caminaba por el departamento con la carta en la mano, como si me guiara. La doblaba. La desdoblaba. Me sentaba. Me levantaba. No encendí la televisión. No comí. No hablé. Solo pensaba. El número 87 me rebotaba en el cráneo como un mosquito invisible.

Al final del día, revisé todo el sobre en busca de alguna pista. La tinta no era manuscrita. Impresa. Pero con una fuente sobria. El papel, como dije, era grueso, casi elegante. No había sello. No había marca. No había huella digital, al menos no visible.

La dejé sobre la mesa, junto a mis llaves, y me obligué a dormir.

Pero no pude.

Cerraba los ojos y veía el número en todas partes. En la digital del reloj del horno. En la matrícula de los autos que pasaban. En la cantidad de pasos hasta la cocina. Ochenta y siete. Una cuenta regresiva que ya había empezado.

Los días siguientes fueron aún más confusos.

Fui al médico.

Me revisaron.

Nada anormal.

—Estás sano —dijo el doctor—. Mejor que muchos de mi edad.

Le mostré la carta.

Me miró como si estuviera bromeando.

—¿Terapia? —preguntó.

—No sé —respondí.

Tomé los análisis. Volví a casa.

La carta seguía ahí.

Inmutable.

Y entonces empecé a pensar: ¿y si no es una enfermedad? ¿Y si no es algo físico? ¿Y si es una advertencia de otro tipo?

No me consideraba supersticioso. Pero algo en ese papel tenía una gravedad que no podía ignorar. Una certeza que me arañaba por dentro.

Entonces comencé a vivir con una dualidad:

1. Nada había cambiado.

2. Todo había cambiado.

Salía a caminar con más atención. Miraba a los autos como si fueran posibles verdugos. Me fijaba en la presión del agua, en la fecha de vencimiento de la leche, en los desconocidos que cruzaban la calle dos veces por el mismo lugar. Cualquier cosa podía ser parte del rompecabezas.

A la semana exacta, comencé un cuaderno.

Lo llamé Día 80, aunque me quedaban 80 y un poco más.

En la primera página escribí:

“Si voy a morir, quiero saber en qué me equivoqué.
Y si no voy a morir, quiero saber por qué empecé a vivir recién ahora.”

A partir de ahí, escribí todos los días.

No como un diario.

Sino como una especie de confesión en voz baja. A nadie. A mí. Al tiempo.

El Día 78 fue el primero en que sentí algo parecido al miedo real. Me quedé dormido en la micro. Desperté en una comuna que no conocía. Había un tipo al fondo con una chaqueta militar y una cicatriz en el cuello que me miraba sin razón. Sentí la muerte cerca, sí. Pero no vino.

Solo dejó una advertencia.

Y una certeza.

Esto no es una broma.
Esto no es psicológico.
Esto es real.

En el Día 75 dejé de trabajar.

Renuncié sin mucha ceremonia. Dije que necesitaba tiempo. Nadie lo cuestionó. No porque fueran amables, sino porque nunca les importé demasiado. Me despedí de mi escritorio con una palmada suave. Como si ese lugar tuviera alguna emoción que yo no tuve por él.

Volví al departamento.

Me miré al espejo.

Y por primera vez, me pregunté:

¿Qué harías tú, lector de cartas anónimas, si supieras que vas a morir en 75 días?

¿Lo gritarías?
¿Lo negarías?
¿Te emborracharías?
¿Buscarías a alguien?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.