Donde los relojes se rinden

Capítulo 3: Lo que no dice el silencio

Cuando nadie te llama, nadie te escribe, nadie te busca…
empiezas a preguntarte si existes realmente o si fuiste solo una idea que alguien olvidó terminar.

Día 66 comenzó con un ruido.

No de esos ruidos nítidos, alarmantes, capaces de despertarte con un salto. Era más bien un tic, un golpecito repetido y suave que se deslizaba desde la ventana del living. No me levanté de inmediato. Me quedé escuchando. Adivinando. Y por un momento, pensé que era mi respiración lo que hacía eco contra los muros del departamento. Como si algo dentro de mí estuviera llamando la atención desde algún rincón que había decidido no habitar.

Pero no.
Era real.

Un cuervo —grande, negro, con una pata quebrada— picoteaba el marco de la ventana con insistencia torpe. No buscaba comida. No buscaba entrada. Solo golpeaba. Golpeaba con una fuerza absurda para su tamaño, con el mismo patrón constante que había empezado a reconocer en mis días: las cosas venían, repetían, insistían… y luego se iban sin explicación.

Abrí la ventana.

El cuervo no se fue.

Tampoco se movió.

Me miró.

Y en esa mirada, sin fantasmas ni mitos, vi algo parecido a la tristeza.

No lo espanté.

Le dejé un trozo de pan en el marco y cerré.
A los diez minutos ya no estaba.

Y sin embargo, sentí que me había dicho algo que no entendí del todo.

La ciudad parecía más lenta últimamente.

O tal vez era yo.

Las micros pasaban con el mismo ruido, las personas caminaban con las mismas mochilas llenas de urgencias, pero había algo distinto: yo ya no pertenecía a ese ritmo.

No miraba el reloj para llegar a una hora.

No me preocupaba por el tráfico.

No me molestaba el caos.

Solo observaba. Como si el mundo fuera una película vieja, y yo ya supiera el final.

Ese día decidí ir al cementerio general.

No por morbo.

Sino porque me pareció lógico.

Si me quedaban días, quería ver con mis propios ojos el lugar donde descansaban tantos que también creyeron tener más tiempo.

Caminé entre lápidas con nombres que no conocía.

Vi fechas absurdas.
Muertes jóvenes.
Fechas iguales.
Familias enteras enterradas en línea recta.

Y al fondo, en un muro de concreto agrietado, alguien había escrito con tiza:

“Aquí no descansamos. Aquí nos callamos.”

Esa frase me quemó.

Porque el silencio es eso: no siempre paz.

A veces es una renuncia.

Una huida.

Un grito que nadie se atrevió a emitir.

Al volver al departamento, me senté frente al espejo del baño.

Me miré largo rato.

La barba crecía desordenada.
Las ojeras colgaban como bolsas húmedas.
La piel del cuello comenzaba a ceder a la gravedad.

Pero lo más terrible no era eso.

Lo más terrible era no ver rastro de alegría.

Ni siquiera dolor.

Solo un punto medio.
Una neutralidad emocional que me estaba vaciando sin que doliera.

Abrí la libreta de “Cosas que sí haré”.

Y debajo de la línea “Contarlo todo”, escribí:

2. Recordar lo que fui, aunque no haya nadie que lo necesite.

Día 65.

Soñé con mi infancia.

Con el olor del cloro en la piscina del colegio.
Con las zapatillas rotas que nunca quise botar.
Con el timbre de mi bicicleta que no sonaba, pero que igual apretaba por costumbre.

Soñé con la cara de mi padre cuando se sentaba frente a mí a tomar sopaipillas con té.

Él no hablaba mucho.

Pero cuando lo hacía, era certero.

Una vez me dijo:

"Hijo, uno no vive de verdad hasta que entiende que se va a ir sin que nadie lo entienda completo."

Yo tenía diez años.

No lo entendí.

Ahora… no solo lo entiendo.
Lo siento clavado en el centro de mi pecho como una semilla que nunca dejó de crecer.

Decidí salir.

Sin rumbo.

Caminé por calles que no conocía, observando vitrinas con cosas que ya no deseaba.

Vi una pareja discutir frente a un semáforo. Ella lloraba. Él gesticulaba. Yo quise intervenir. No lo hice. Porque entendí que hay batallas en las que uno no tiene derecho a entrar, por muy noble que parezca.

Vi a un niño perder su globo.

Se le soltó de la mano y lo siguió con la vista como si acabara de escapar una parte de sí mismo.

Vi a un hombre besar la frente de una mujer en silla de ruedas con la ternura más lenta del universo.

Y pensé:

Esto es lo que realmente forma la vida. No los contratos. No las carreras. No los triunfos. Sino estos gestos invisibles que solo existen porque hay alguien ahí para mirarlos.

Esa noche, abrí otra libreta.

La llamé: “Cosas que vi antes de irme”.

Y esa fue la primera entrada.

Día 64.

Desconecté el internet.

No lo necesitaba.

Me di cuenta de que pasaba más tiempo viendo cómo vivían otros que viviendo yo.

Y eso era un crimen del que todos éramos cómplices.

Sin internet, el silencio se hizo más nítido.

Al principio dolió.

Luego se volvió compañía.

Escuché los zócalos crujir.
El agua correr por las cañerías.
El sonido del gas en la cocina cuando lo abría.

Escuché mi propia respiración.

Y me asustó.

Porque era irregular.

Como si no estuviera acostumbrado a oírme vivir.

Día 63.

Fui al parque.

Me senté en una banca frente a un árbol seco.

Un hombre mayor, de sombrero gris y bastón de madera, se sentó a mi lado sin decir nada.

Estuvimos así por minutos.

Hasta que dijo:

—¿Sabes lo que pasa cuando uno vive sabiendo que va a morir pronto?

Lo miré, sorprendido.

—¿Qué pasa?

—Uno empieza a ver detalles que antes no soportaba. El ruido de una hoja moviéndose. El olor de la tierra. El modo en que una nube decide detenerse justo encima de ti. Como si el mundo, al fin, se acordara de que existes.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.