Donde los relojes se rinden

Capítulo 6: Las grietas del reloj

Hay días en que todo lo que crees entender se agrieta.
Y en esas grietas… no ves la luz.
Ves lo que ya sabías y no querías enfrentar.

Día 48.

El libro no cambió.

Lo dejé sobre la mesa.

Lo observé toda la mañana.

No se movió.
No se abrió solo.
No cambió de página.

Y sin embargo, cuando lo tomé al mediodía…
la tinta era distinta.

Más gruesa.
Más intensa.

Y la nueva línea decía:

“Si vuelves a donde comenzaste, sabrás por qué te fuiste.”

Cerré el libro.

Me quedé helado.

Sabía perfectamente a qué se refería.

A la casa.
A esa casa.

La casa donde crecí.
Donde vi morir a mi padre.
Donde mi madre nunca volvió a ser la misma.
Donde juré que nunca volvería.

Pero algo dentro de mí —no mi voluntad, sino algo más hondo— me dijo: ya es hora.

Día 47.

Tomé el bus a San Felipe.

No le avisé a nadie.

Solo llevaba una mochila pequeña, el libro, una libreta, y un cuaderno con las hojas ya gastadas por el sudor de mis manos.

El viaje duró poco más de dos horas.

Tiempo suficiente para repasar mentalmente cada rincón de esa casa sin verla.

La fachada verde musgo.
El pasillo de madera que crujía con la respiración.
La habitación de mi padre con el reloj antiguo colgado sobre el marco de la puerta.

Recordé el reloj.

Era negro.
Ovalado.
Con números romanos.
No tenía segundero.

Y sin embargo, cuando sonaba… parecía que el mundo se detenía.

Mi padre decía que ese reloj había pertenecido a su abuelo.

—Él decía que el tiempo se respetaba… o se vengaba —me repetía, cada vez que jugaba con él.

No entendía entonces.

Ahora sí.

Llegué al terminal.
Caminé las cinco cuadras hasta la casa.

Estaba… igual.

Eso me destruyó.

El mismo portón oxidado.
La misma planta seca en la entrada.
El mismo vidrio trizado en la ventana del baño.

Golpeé.

Nadie abrió.

Sabía que nadie vivía ahí desde que mi madre fue llevada a la residencia en Ñuñoa.

Pero igual golpeé.

Por respeto.

Entré.

La cerradura no había sido cambiada.

El aire tenía un olor a encierro con recuerdo.
Como si los muebles, los muros, los marcos de las fotos… todavía supieran lo que había pasado ahí.

Fui directo al comedor.

El reloj seguía colgado.

Y aún funcionaba.

Marcaba una hora distinta:

3:16.

Un minuto antes.

Eso me pareció… imposible.

Lo observé.

Y mientras lo hacía, escuché pasos.

No en la casa.

En mi cabeza.

Pero sonaban reales.

Como si algo se acercara desde dentro.

Giré sobre mis talones.

Nadie.

Pero el reloj…
marcaba ahora 3:17.

Exacto.

Y sonó una vez.

Solo una.

Un campanazo seco.

Y todo cambió.

No sé cómo explicarlo.

La casa seguía igual… pero no era la misma.

Las cortinas ya no eran rojas, sino grises.

Las fotos del mueble estaban en blanco y negro.

Y yo…
yo ya no vestía lo mismo.

Tenía puesta una polera antigua que no recordaba haber traído.

Y un reloj de muñeca que no era mío.

No estaba soñando.

Me pellizqué.

Me toqué la cara.
El pecho.
Los brazos.

Todo era real.

Demasiado real.

Escuché una voz desde el pasillo.

—¿Volviste?

Era la voz de mi padre.

No su eco.
No su recuerdo.

Su voz viva.

Corrí.

No había nadie.

Solo el pasillo.
Vacío.
Silencioso.

Pero al final… una figura.

No una persona.

Un reflejo.

Yo.

Más joven.

Doce años.

Con la misma camiseta que usaba cuando murió.

Y me miraba.

Fijo.

—¿Por qué te fuiste? —dijo.

No respondí.

No podía.

Y luego, desapareció.

No se desvaneció.

Simplemente… no estaba más.

Día 46.

Volví al departamento.

No recuerdo el viaje de vuelta.

Solo que llegué con los ojos rojos y las manos temblando.

El libro seguía sobre la mesa.

Pero ahora tenía algo más.

Un papel.

Insertado en la página.

Con una frase:

“Tu versión antigua aún espera respuestas.”

Y debajo, un número:

“Día 35.”

Aún faltaban once días para llegar ahí.

Pero ya sabía lo que iba a pasar.

No un evento.

Sino una reunión.

Conmigo mismo.

No con el reflejo.
Sino con el fragmento que quedó atrapado en el día que no quise recordar.

Día 45.

Volví a escribir con más intensidad.

No frases cortas.

Páginas enteras.

Como si alguien dictara.

Escribía con una fuerza que me dejaba exhausto.

Y cuando leía lo que había escrito…
no lo reconocía como mío.

Palabras que nunca usaba.
Recuerdos que no sabía que tenía.

Y al fondo de una de las páginas…
apareció escrito, en otra tinta:

“Tú no lo escribiste. Solo lo sostuviste.”

Guardé el cuaderno.
Temblando.

Y me encerré en la ducha.

El agua me ayudó a sentir que aún era yo.

Aunque sabía que no era tan cierto.

Día 44.

Las paredes del departamento comenzaban a cambiar.

No físicamente.

Visualmente.

Los cuadros parecían moverse.
Las sombras duraban más.
El sonido de la calle ya no se sentía como antes.

Era como si el tiempo en mi entorno estuviera siendo modificado por la presión de mi cuenta regresiva.

Faltaban 44 días.

Pero yo ya no era el mismo de hace 87.

Ni de hace 60.

Ni siquiera de ayer.

Me estaba desgastando.

O reconstruyendo.

Quizás ambas.

Día 43.

Soñé con el reloj de la casa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.