Claudia no dormía. No por miedo, sino por estrategia.
Cada noche era un ensayo.
Cada palabra, un arma.
Y cada mirada, una cuerda que lanzaba cuidadosamente para ir atando a Noah desde dentro.
Durante semanas, se había convertido en la imagen perfecta de la sumisión.
La mujer rota que necesitaba guía.
La prisionera agradecida.
Pero Claudia no era ninguna de esas cosas.
Era una estratega disfrazada de víctima.
Y Noah, por primera vez, empezaba a bajar la guardia.
—A veces me pregunto —le dijo una noche, mientras cenaban juntos bajo la luz cálida de la lámpara— si me merezco este tipo de amor. Tan absoluto.
Lo dijo bajito, con voz quebrada. La expresión justa.
Y Noah se detuvo. Sutilmente, pero se detuvo.
Claudia no lo miró. Solo mantuvo la cabeza baja y jugó con la comida.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él, con ese tono suave que usaba cuando algo lo alteraba, pero aún no sabía por qué.
—Nada —susurró—. Es solo que… no recuerdo que alguien haya estado tan dispuesto a hacer todo esto por mí.
La palabra “todo” flotó en el aire como veneno.
Noah dejó el tenedor a un lado. La observó. Buscando mentiras. Sintiéndola deslizarse entre los pliegues de su lógica.
Ella levantó la vista justo un segundo. Vulnerabilidad controlada.
Noah tragó saliva.
Funcionó, pensó Claudia.
Desde entonces, él comenzó a estar más tiempo cerca.
Empezó a dudar más de sus propias certezas.
A protegerla con más fuerza…
…pero también a necesitarla con una ansiedad que no era amor, sino vértigo.
El quiebre real vino cuando Claudia pidió hablar sobre su exnovio.
—Me siento mal por él —dijo—. Ni siquiera sé si está bien. Debe pensar que lo abandoné. Que fui cobarde. Que no luché por nosotros.
Noah apretó la mandíbula.
—Él ya no importa.
—¿Y si sí? —dijo ella, dejando que la frase quedara suspendida—. ¿Y si en el fondo una parte de mí aún lo recuerda? No por amor… sino por culpa.
Noah no respondió.
Se levantó y se fue. Sin gritar. Sin golpear nada.
Pero Claudia vio algo nuevo en sus ojos.
Una sombra.
Un incendio.
Tres días después, el exnovio de Claudia apareció muerto.
Su cuerpo fue hallado en un estacionamiento industrial.
Sin huellas. Sin cámaras.
Pero Claudia supo. Lo supo antes de que Noah dijera una palabra.
Él regresó esa noche, con los ojos enrojecidos y una energía errática.
—Nadie más va a confundirte —le dijo.
Y luego, como si fuera un premio:
—Ahora no tienes a dónde mirar atrás.
Claudia se contuvo para no vomitar. Para no gritar.
Porque ya lo había previsto. Lo había inducido.
Y eso, lejos de quebrarla, la confirmó.
Noah ya no era invencible.
Ahora era impulsivo.
Obsesivo.
Y Claudia tenía el poder de empujarlo.
Días después, mientras él bebía frente a los monitores, ella se acercó y le tomó la mano.
—A veces… me siento segura solo contigo —dijo.
Él la miró. Vacilante.
—¿Sí?
—Sí —respondió, y le besó los nudillos, justo donde él una vez sangró de rabia.
Noah cerró los ojos. Exhaló.
Y por dentro, Claudia sonrió.
Cada noche era una cuerda más cortada.
Cada día, una obsesión más encendida.
Noah ya no confiaba en sus hombres.
Despidió a tres.
Golpeó a uno.
Dijo que había “miradas extrañas”. Que “sentía que querían alejarla de él”.
Claudia lo animaba a aislarse.
A hacer los interrogatorios él mismo.
A desconfiar de sus propios aliados.
—No dejes que te manipulen —susurró, apoyando la cabeza en su hombro—. Yo te conozco mejor que ellos.
Una madrugada, Claudia desapareció.
Sin ruido. Sin cámaras activas.
Como si hubiera sido tragada por la tierra.
Noah entró a la habitación y la encontró vacía.
La cama intacta.
La ventana cerrada.
Solo una nota escrita a mano:
“Tú no me encerraste, Noah.
Yo me senté aquí sola para verte destruirte.
Adiós.”
La copa que tenía en la mano cayó al suelo.
El whisky empapó la alfombra.
Un silencio se hizo espeso en la casa.
Luego, gritó.
Gritó como un animal herido.
Derribó sillas. Monitores. Rompió la caja de recuerdos que alguna vez había considerado sagrada.
—¡CLAUDIA! —rugió— ¡NO TERMINÓ!
Marcó números.
Activó canales.
Convocó a toda su red.
—La quiero viva —ordenó con la voz quebrada de rabia—. No importa si hay que quemar media ciudad. ¡Que se esconda! ¡Que corra! Pero que sepa que esto ya no es amor.
Ahora es guerra.