La carretera estaba vacía, como si el mundo supiera que no debía interponerse.
Dentro del vehículo blindado, Noah no hablaba. Sus ojos seguían fijos en las imágenes en la pantalla integrada: el galpón industrial a las afueras de la ciudad, su fachada corroída por el óxido, sin cámaras visibles. Pero él sabía que James no era descuidado. El silencio era su mayor trampa.
—Estamos a cinco minutos —informó el conductor.
Noah no respondió. Sacó de su chaqueta un pequeño cuchillo de empuñadura negra. Lo había usado en otra vida, antes de tener imperios y hombres armados a su servicio. En aquella vida donde todo se resolvía en cuartos oscuros y a solas. Donde se aprendía a matar sin hacer ruido.
Apoyó la hoja contra su palma, apenas sintiendo el frío del metal. Su rostro no mostraba furia, ni urgencia. Solo un vacío peligroso.
—¿Y si James ya la movió? —preguntó el segundo al mando.
—No lo ha hecho —murmuró Noah—. Quiere que llegue. Quiere que la vea rota. Cree que eso me va a quebrar.
Una pausa. Una media sonrisa torcida.
—No entiende que verla así no me debilita… me recuerda lo que tengo que hacerle a él.
**
A 300 metros del objetivo, los vehículos se dispersaron. Un dron silencioso sobrevoló el perímetro. En la imagen térmica: dos cuerpos. Uno más estático. El otro moviéndose de forma errática. Un tercero apareció brevemente… luego desapareció.
—Está ahí —confirmó uno de los operadores.
Noah bajó antes que todos. Caminó solo los últimos metros, el cuchillo aún oculto en la manga de su abrigo. Los demás, armados con silenciadores y visores térmicos, se posicionaron.
No esperó la señal.
Empujó la puerta lateral del galpón y entró.
El olor a óxido y sangre reciente le golpeó de inmediato. Era familiar. Demasiado.
—Noah… —dijo una voz desde el fondo—. Siempre tan puntual.
James apareció desde las sombras, con una sonrisa sucia y un revólver apoyado en el hombro.
A su lado, Claudia. Atada a una silla. Con el rostro vuelto hacia el suelo, pero viva. Respiraba.
—¿La querías así? —dijo James, girando el rostro de Claudia con fuerza para que él la viera—. Frágil. Dolida. A tu medida.
Noah no respondió. Solo la miró. Los ojos de Claudia se abrieron, lentamente, y por un segundo —apenas un segundo— el mundo se detuvo. No había súplica. No había esperanza.
Había desafío. Y eso bastó. James se rio, confianzudo.
—Vamos, viejo amigo. ¿De verdad pensabas que iba a dejarte jugar solo? ¿Creías que no me acordaba de Budapest? ¿De Praga? Me robaste una vida, Noah. Una que yo construí con mis propias manos. Esta mujer solo es el primer ladrillo para cobrarte todo.
Noah dio un paso adelante.
—No vine a hablar del pasado, James.
El cañón del revólver apuntó a Claudia.
—¿Entonces viniste a verla morir?
Y ahí, en esa línea fina donde la amenaza se vuelve decisión, Noah reaccionó.
Dos disparos. Uno en el hombro de James. Otro al techo, para confundir.
Los hombres de Noah entraron desde los lados, como sombras bien entrenadas. James cayó, la pistola volando de su mano. Pero no estaba fuera.
Rodó, sacó un cuchillo y alcanzó a rasgar la pierna de uno de los hombres antes de que otro lo pateara con fuerza contra la pared.
Claudia, aún atada, gritó. No por miedo. Por rabia.
Noah la alcanzó en dos pasos, cortó las cuerdas, la sostuvo. Ella intentó alejarse, pero no tenía fuerzas.
—No te toqué para rescatarte —murmuró él—. Solo para evitar que lo hiciera él.
—No te pertenezco —escupió ella, la voz rota, temblando.
Él no respondió. James, herido, se rio desde el suelo. Escupió sangre.
—¿Y ahora qué, Noah? ¿La vas a encerrar otra vez? ¿O vas a matarme frente a ella para completar el cuadro?
Noah se giró lentamente. Caminó hacia James. Se agachó, hasta quedar a su altura.
—No voy a matarte aún.
Tomó el cuchillo corto de su manga y lo presionó contra la base de la mandíbula de James.
—Voy a quitarte todo lo que creas que te sostiene. Luego… cuando ni tú recuerdes quién eres, entonces sí, vas a suplicarme que te mate.
Claudia cerró los ojos. No por miedo.
Por la certeza de que la verdadera guerra apenas comenzaba.
Y esta vez, todos estaban perdiendo algo.