El subsuelo de la mansión no era solo una prisión.
Era un laboratorio de silencios, un teatro de consecuencias.
Las luces eran tenues, blancas, sin sombra. El aire olía a metal limpio, alcohol y sudor seco. Las paredes, insonorizadas. Cada grito moría en su propio eco.
James llevaba cinco días sin dormir. Sin saber si era de día o de noche. Sin saber si el agua que bebía tenía algo más que sed. Sin saber por qué aún seguía vivo.
Noah sabía.
Sabía el ritmo exacto en que el dolor debía administrarse para no matar. Sabía cuánto silencio podía romper más que un grito. Y, sobre todo, sabía que la mente era la primera en colapsar cuando uno se quedaba a solas con su culpa.
Entró sin prisa.
Llevaba guantes quirúrgicos, camisa blanca impoluta y una mirada que no tenía rabia. La rabia era para principiantes. Noah operaba con propósito.
—Buenos días —dijo, como si llegara a una oficina.
James levantó la cabeza a duras penas. Tenía el ojo izquierdo cerrado por la hinchazón, la boca rota y los dedos entablillados… algunos, sin uñas. Ya no hablaba.
Noah se sentó frente a él. Colocó una bandeja de acero entre ambos. Dentro, varias jeringas. Un alfiler. Un bisturí.
—Hoy vamos a hablar de tu socio, Rivas —murmuró Noah mientras giraba la silla lentamente—. El que vigiló a Claudia en el primer almacén. Ya lo encontré. Tiene esposa. Una hija pequeña que juega fútbol en las tardes.
James intentó gruñir. Le salió una tos áspera y seca.
Noah lo ignoró.
—Él no morirá aún. Solo va a desaparecer un rato. Así, cuando te pregunte por qué pasó, cuando su familia empiece a recibir llamadas en voz distorsionada… sabrá que fuiste tú quien lo arrastró a esto.
Tomó el bisturí. Lo sostuvo entre los dedos como si afinara una pluma.
—Pero tú… tú sí vas a empezar a pagar con lo que más valoras.
James parpadeó. Noah le sonrió.
—No la fuerza. No tu vida. Eso sería demasiado rápido.
Se acercó. Le susurró al oído:
—Tu voz.
Y entonces bajó la cuchilla, con precisión, y comenzó a cortar. No en la garganta, sino en la lengua. Metódico. Con gel anestésico justo para mantener la conciencia.
El grito fue gutural. Puro instinto. James se estremeció y convulsionó contra las cadenas.
Noah no se inmutó.
Se puso de pie. Quitó la bata ensangrentada. Se lavó las manos. Observó el resultado con un gesto clínico.
—Una vez que te quite todo lo que te hizo ser “James”, entonces morirás —dijo, y apagó la luz.
Dejó al enemigo en la oscuridad. En su propia jaula de silencio.
Arriba, en la casa, Noah subió sin prisa. Se detuvo frente a la biblioteca. Claudia estaba sentada en el suelo, leyendo un tomo de psicología. Levantó la vista.
—¿Saliste? —preguntó.
—No —respondió él—. Estuve trabajando.
Ella lo observó. Algo en su tono había cambiado. Más relajado. Más neutral.
—¿Dónde está James? —preguntó, como tanteando una posibilidad.
Noah se acercó. Se agachó frente a ella.
—Donde merece estar —respondió, sin pestañear—. Y lo estará hasta que yo decida lo contrario.
Claudia asintió, apenas. No preguntó más. Pero no apartó la vista.
Y Noah, por un instante, creyó ver en sus ojos algo más que resignación. ¿Complicidad? ¿Curiosidad?
Tal vez.
Pero él sabía que no importaba el nombre del vínculo que estaban construyendo. Lo único que importaba era que James… se estaba desmoronando.
Y los demás vendrían después.
Porque la venganza, para Noah, no era un acto.
Era una serie.
Una obra en capítulos.
Y apenas estaban en el segundo.