Donde muere la lealtad (libro I)

Capitulo 38

La habitación estaba iluminada por una única lámpara colgante. El suelo de cemento, manchado. Las paredes, cubiertas de espuma acústica. La cámara de vigilancia estaba apagada. Ese lugar no necesitaba testigos.

James estaba atado a una silla metálica. Deshidratado. Ensangrentado. Los ojos hinchados por golpes que ya no podía contar.

Noah lo observaba desde la penumbra, en silencio.

El traje que llevaba era negro. Impecable. Como el corte de su ira. En la mesa cercana, varios instrumentos quirúrgicos. Pero Noah no los necesitó hoy.

—¿Sabes qué es lo más interesante de todo esto, James?

La voz sonaba tranquila. Demasiado tranquila.

—Pensé que te odiaba por lo que le hiciste a Claudia. Pero no. Te odio por haberla hecho sentir menos que humana. Por haber querido reducirla a carne. A miedo. A silencio.

James apenas podía hablar, pero algo en sus labios tembló como una burla.

—¿Y tú… no hiciste lo mismo?

Noah se inclinó, despacio. Le sostuvo la cara con una sola mano, firme, sin violencia.

—Yo creí que podía poseerla. Tú quisiste destruirla. Hay una diferencia, aunque ambos estemos condenados. Pero ella… ella eligió salvarse. Y al hacerlo, me salvó a mí también.

Una pausa.

—Y eso… tú nunca vas a tenerlo.

El arma no fue una pistola. Fue una aguja hipodérmica, con un veneno lento. Silencioso. Doloroso.

Lo inyectó en la yugular, sin apartar la vista.

—Te lo dije. No ibas a morir rápido.

James jadeó. Su cuerpo convulsionó. Noah retrocedió un paso y lo observó caer. No como un enemigo. Sino como un recuerdo que por fin podía morir.

Horas después, el cuerpo fue incinerado en un crematorio clandestino.

Noah no dijo una palabra.

De regreso en casa, Claudia lo esperaba en la biblioteca. Tenía un libro entre las manos, pero no lo leía. Lo esperaba a él.

Noah se detuvo en el umbral. La miró como si la viera por primera vez.

—Ya está hecho —dijo con suavidad.

Claudia se levantó.

—¿Y ahora qué queda?

Noah suspiró. Se acercó. No la tocó aún.

—Queda lo que tú quieras construir. Si quieres irte, no te voy a detener. Si quieres quedarte, voy a aprender a no vigilarte. Pero ya no hay más cadenas. Ni para ti. Ni para mí.

Ella lo miró en silencio. Por primera vez, sin miedo. Sin trauma. Solo con verdad.

—Noah… no quiero huir más. Pero tampoco quiero ser la mujer de alguien que vive entre sombras eternas. ¿Puedes cambiar?

—Puedo intentarlo. Cada día.

Ella asintió. Dio un paso más. Apoyó su frente en su pecho. El corazón de Noah golpeó como una alarma que no había sonado nunca.

—Entonces quédate —susurró Claudia—. Pero no como carcelero. Como alguien que merezca la libertad de alguien más.

Él cerró los ojos. La rodeó con los brazos. No apretó. Solo la sostuvo.

Y por primera vez en años, Noah no sintió que debía vigilar el mundo.

Solo respirar con ella.

En los días siguientes, la casa cambió.

Las cámaras de los pasillos fueron retiradas. Claudia comenzó a ocupar cada rincón como propio: cocinaba, leía, se tumbaba en el jardín, preguntaba por los libros que Noah solía esconder. Y él… le abría las puertas.

Una noche, se sentaron en el suelo del invernadero, compartiendo una botella de vino.

—¿Sabes por qué no podía dejarte ir antes? —preguntó Noah, con voz ronca.

Claudia lo miró, en calma.

—¿Por miedo?

—Sí —dijo él—. Pero no a perderte. A que fueras más fuerte sin mí. Y no saber cómo alcanzarte.

Ella sonrió.

—Entonces ya no corras detrás de mí, Noah. Camina a mi lado. Y si tropiezo, levántame. No me encierres.

Él asintió.

Ese fue el nuevo pacto.

Sin contratos. Sin barrotes.

Solo dos heridas que comenzaban a cicatrizar juntas.

Esa noche, en una habitación ya libre de cerrojos, Claudia lo abrazó por voluntad propia. Noah no tembló. Ni intentó controlar.

Solo se quedó allí. Donde por fin, todo empezaba.




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