La nieve había comenzado a derretirse en los bordes del sendero. La cabaña, antes envuelta en blanco, ahora respiraba los primeros signos de la primavera: brotes verdes en los arbustos, el canto tímido de aves que regresaban del frío, la tierra húmeda y fértil bajo las botas.
Claudia salía temprano cada mañana, con Luz trotando a su lado, una cesta colgada del brazo para recoger lo que la tierra quisiera ofrecerle. Había aprendido a leer los silencios del bosque como antes había leído los de Noah.
Ese día, al volver, lo encontró en el pequeño invernadero que había construido detrás de la casa. No llevaba camisa, sólo unos pantalones oscuros y las manos manchadas de tierra. Estaba agachado, trasplantando algo con cuidado extremo.
—Pensé que no te gustaban los cactus —le dijo ella desde la entrada.
Él levantó la vista, sonriendo.
—No me gustaban. Hasta que entendí que sobreviven sin pedir nada. Solo crecen… incluso en lo inhóspito.
Ella se acercó, dejando la cesta en una mesa de madera rústica. Observó en silencio cómo él colocaba la planta en su nueva maceta. Le gustaba verlo así. Tranquilo. Sin necesidad de demostrar nada.
Sin armas ocultas bajo la manga.
—Hoy recibí una carta —dijo ella al cabo de un rato, rompiendo el silencio—. De una editorial grande. Quieren publicar mi próximo libro.
—¿El de las mujeres que no necesitan finales felices?
—Ese mismo. Pero este sí lo tendrá.
Noah la miró. Su sonrisa fue lenta, como el amanecer.
—Entonces dilo tú. ¿Cuál es tu final feliz?
Ella lo pensó. No por falta de ideas, sino porque ya no buscaba respuestas grandilocuentes.
—Despertar sin miedo. Dormir sin culpa. Saber que nadie me está vigilando... y que si me miras, es porque quieres, no porque necesitas controlarme.
Noah asintió. No prometió cambiar. No necesitaba hacerlo. Ya lo había hecho. Había dejado atrás el lenguaje del poder para aprender el del cuidado.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Cuál es tu final feliz?
Él se quitó los guantes, se acercó y la abrazó sin decir nada. Con la frente apoyada en su cabello, como si su refugio estuviera ahí, en lo más simple.
—Mi final feliz es este —murmuró finalmente—. Que me sigas viendo como un hombre, no como una sombra.
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Esa noche, cocinaron juntos. Entre risas torpes y harina en las mejillas. Claudia le leyó un pasaje de su nuevo manuscrito, y él la escuchó como si cada palabra fuera una promesa.
No necesitaban más vértigo. Más guerra. Más pasado.
Solo esto: una casa en medio del bosque, donde el mundo no los alcanzaba, donde nadie sabía sus nombres verdaderos, donde el amor era posible sin dolor.
Y por primera vez en mucho tiempo, ambos creyeron —de verdad— que lo merecían