Donde muere la lealtad (libro I)

-EPILOGO III-

Liz…

El sol asomaba entre las ramas del bosque como un visitante tímido. La neblina matinal aún se aferraba al suelo, flotando como un recuerdo suave de la noche. Pájaros de canto lento despertaban entre los árboles, y en lo alto de la colina, una cabaña de madera respiraba con calma.

Dentro, el calor de la estufa llenaba el ambiente con olor a leña y pan recién horneado. Claudia se encontraba en la cocina, descalza, envuelta en una bata de lino, el cabello revuelto cayendo en ondas por la espalda. Movía la cuchara en una olla mientras tarareaba una melodía que Liz conocía de memoria. Era una canción que hablaba del mar, de alas abiertas, de nombres susurrados al viento. Era la canción que le cantaba desde antes de que naciera.

—¿Mamá? —dijo una vocecita desde el pasillo.

Liz apareció con su pijama con estampado de conejos, el pelo alborotado, arrastrando un peluche desgastado que ya no tenía un ojo. Claudia se agachó para recibirla en brazos, la abrazó y la besó en la mejilla.

—Buenos días, mi flor de bosque. ¿Soñaste bonito?

Liz asintió con una sonrisa somnolienta. Se acurrucó en su pecho mientras Claudia la mecía con la naturalidad de quien ha aprendido a sanar a través del amor.

—Soñé que papá era un oso —susurró.

—¿Un oso? ¿Y qué hacía?

—Nos cuidaba. Nos hacía una cueva gigante.

Claudia rió suavemente, sin saber que, en el fondo, eso era exactamente lo que Noah había hecho: construir una cueva donde ya nadie pudiera alcanzarlas.

Noah apareció minutos después, con una taza de café en la mano y la barba crecida. Tenía un aspecto más sereno, pero sus ojos seguían observando con precisión. Aunque el mundo estuviera quieto, él nunca dejaba de medirlo. Aún conservaba hábitos de otro tiempo: revisar puertas dos veces, asegurarse de que ningún dron sobrevolara la zona, mantener una red pasiva de vigilancia.

Pero había suavizado los bordes. Aprendido a respirar.

—Mañana fría —dijo, al verlas—. ¿Nuestra princesa ya despertó?

Liz corrió hacia él y se subió a sus brazos. Noah la alzó con facilidad y la abrazó fuerte, como si aún necesitara confirmar que era real.

—¿Sabes qué soñé yo? —le preguntó él.

—¿Qué?

—Que tú eras un dragón.

—¡Ya lo soy! —gritó ella, extendiendo los brazos—. Mira, ¡puedo volar!

Claudia y Noah compartieron una mirada. Ese instante —tan simple, tan cotidiano— estaba lleno de todo lo que alguna vez creyeron que no podrían tener.

Después del desayuno, caminaron juntos hasta el lago, cruzando los campos que rodeaban la propiedad. Liz llevaba unas botas de lluvia rojas y recolectaba piedras como si fueran tesoros. El viento jugaba con su risa. Claudia caminaba tomada del brazo de Noah, que de vez en cuando la observaba en silencio, como quien aún no termina de creerse que la tiene cerca.

—¿Te arrepientes de algo? —le preguntó ella, deteniéndose bajo un roble.

Noah no respondió de inmediato. Se agachó para recoger una ramita caída, la partió entre los dedos.

—Sí. Me arrepiento de no haberlo entendido antes. Que no se trataba de tenerte. Se trataba de cuidarte sin esperar nada. Sin moldearte. Sin manipularte.

—Lo entendiste —dijo Claudia con suavidad—. Y me quedé.

Se abrazaron. Sin tensión. Sin lucha.

A unos metros, Liz les gritaba que había encontrado una piedra “con forma de luna”.

Por la tarde, mientras la niña dormía, Noah trabajó en el taller detrás de la casa. Estaba construyendo una pequeña biblioteca para Liz, con madera que él mismo había cortado. Estantes bajos, colores cálidos, cojines grandes donde pudieran leer juntos. No lo hacía por redención. Lo hacía por amor.

En el escritorio, aún guardaba una fotografía de Claudia tomada en los primeros días en la cabaña: sentada frente al ventanal, con Liz dormida en sus brazos. Esa imagen le recordaba quién era ahora. Y por quién lo era.

Esa noche, encendieron la chimenea. Claudia leía un cuento en voz baja. Liz, con la cabeza en su regazo, bostezaba sin dejar de mirar las ilustraciones. Noah, sentado cerca, observaba a ambas sin intervenir. Como si presenciar esa escena ya fuera suficiente.

Cuando Liz se quedó dormida, la llevó en brazos hasta su cama. La arropó con cuidado, se inclinó y le susurró:

—Eres mi milagro, pequeña dragona.

Luego volvió al salón, donde Claudia lo esperaba con una manta sobre las piernas. Él se sentó junto a ella. Se quedaron en silencio unos minutos, escuchando el crepitar del fuego.

—¿Crees que esto va a durar? —preguntó Claudia, sin mirarlo.

—Sí. Porque esta vez no tenemos nada que esconder. Ni que temer. Solo que vivir.

Ella apoyó la cabeza en su hombro. Él entrelazó sus dedos con los de ella.

Y por primera vez en años, Noah no pensó en enemigos.

Solo en futuros.

En cuentos que Liz aún no conocía. En promesas que ya no dolían. En días sin armas, sin huidas, sin máscaras.

En esa cabaña escondida del mundo, habían encontrado lo imposible.

Y esta vez, no lo iban a perder.




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