Donde Mueren Las Estrellas

I. LA TORRE DE PIEDRA NEGRA

El tren chirrió con una melancolía oxidada al cruzar el último túnel antes de llegar a Harlan. El sonido se extendió como un gemido metálico entre las montañas, desgarrando el silencio de los valles; afuera, el viento golpeaba los ventanales con una furia antigua, levantando remolinos de polvo helado y hojas secas que danzaban en círculos antes de desaparecer en la neblina.

El mundo, allá afuera, parecía querer advertirle algo.

Pero Nora Elvan no escuchaba.

Llevaba los audífonos puestos, aunque la música no sonaba.
Era una costumbre vieja, una forma de fingir que el ruido del mundo no podía alcanzarla, una manera de aislarse sin tener que explicar su silencio.

Doce años habían pasado desde la última vez que pisó Harlan.
Doce inviernos y veranos en los que su vida se había convertido en algo tan mecánico que ya ni recordaba cuándo había dejado de sentir y sin embargo, allí estaba de nuevo, volviendo al lugar que había prometido no mirar jamás.

El tren avanzaba despacio, como si dudara de su destino, a través de la ventanilla empañada, Nora apenas distinguía la silueta de los pinos alzándose entre la niebla, y más allá, las cumbres blancas que se perdían en un cielo gris de ceniza. El paisaje se repetía una y otra vez, hipnótico, como si el mundo entero se hubiera reducido a una sola escena infinita.

Nora pensó que así debía sentirse el tiempo en Harlan; detenido, pero vivo.

El pueblo no aparecía en ningún mapa moderno, tenía que buscarse en los márgenes de los recuerdos o en los libros polvorientos de los archivos nacionales. Rodeado de bosques que parecían moverse cuando uno no miraba, y de montañas tan altas que cubrían la luna tres noches al mes, Harlan era más que un pueblo. Era un susurro suspendido entre el mito y la memoria.

El tren frenó con un bufido metálico.
Un chillido largo se disolvió en el aire, y después... silencio.
Cuando las puertas se abrieron, el frío entró como una cuchilla. Nora esperó unos segundos antes de moverse, mirando cómo su reflejo se deshacía en el vidrio. Por un instante, creyó ver en él el rostro de su padre, pero al parpadear solo quedó su propia mirada cansada devolviéndole el gesto.

Bajó.

El andén estaba vacío.

No había nadie esperándola, y eso le pareció justo.
¿Quién podría hacerlo?
Su padre había muerto, su madre nunca existió en sus recuerdos, y los vecinos, seguramente, la recordaban apenas como "la hija que se fue y no volvió ni para las fiestas del pueblo".

Tomó su maleta de cuero desgastado y se ajustó la bufanda.
El aire era más frío de lo que recordaba; cortante, afilado, como si el invierno aquí tuviera dientes.

El silencio de Harlan no era normal.
No era el silencio de los pueblos olvidados ni el de las montañas solitarias, era un silencio que parecía observarla. Las ventanas cerradas, los postes de luz inclinados, las puertas aseguradas con cerrojos oxidados; todo parecía sostener el aliento.

Nora comenzó a caminar por el sendero que ascendía hacia las colinas.
A cada paso, el crujido de la grava bajo sus botas le recordaba que estaba viva, que el sonido era suyo y solo suyo, como si el resto del mundo hubiese dejado de producir ruido.

El camino hacia la torre era el mismo de siempre; una vereda de piedras húmedas entre árboles sin hojas, bordeada por faroles antiguos que ya no funcionaban. Había pasado tanto tiempo que el musgo había trepado hasta las bases de los postes, cubriéndolos como una piel vieja.

La torre de su padre se levantaba en la cima de una colina, solitaria y oscura, como un dedo que señala al cielo. Desde la distancia, parecía una sombra congelada contra el horizonte.
Era el lugar donde había crecido, donde había aprendido a mirar las estrellas y a temerles al mismo tiempo.

Cuando era niña, solía pensar que las torres eran corazones del cielo.
Que latían al ritmo de los astros y guardaban dentro los secretos del universo.
Ahora, al verla de nuevo, pensó que quizás eran tumbas, y su padre había decidido dormir en una de ellas.

El aire se espesó con cada paso.
El viento trajo el olor de la leña húmeda, mezclado con algo más; hierro, piedra, memoria.

La puerta de la torre estaba entreabierta.
Nora no se molestó en llamar. Empujó con suavidad, y la madera respondió con un crujido largo, como si se quejara por la visita.

El interior estaba sumido en una penumbra tibia.
Todo olía a papel viejo, humedad y ceniza.
La lámpara del vestíbulo parpadeaba con una luz amarilla y triste, proyectando sombras temblorosas sobre las paredes cubiertas de estanterías. Los libros, encuadernados en cuero gastado, estaban apilados hasta el techo. Algunos abiertos, otros atados con cordeles.
El polvo se levantaba en pequeños torbellinos cada vez que ella avanzaba.

Nora dejó la maleta junto a la puerta y se quitó los guantes.
Las puntas de sus dedos estaban heladas, pero temblaban más por la emoción que por el frío.
Caminó despacio, como si pisara una reliquia.

El reloj de péndulo en la esquina marcaba las 7:03.
Detenido.
Las agujas parecían haber renunciado a moverse justo en el momento en que su padre murió.

Los cuadernos estaban donde los había dejado; en el escritorio, bajo la ventana circular que daba al bosque.
Había diagramas, símbolos astrológicos, telescopios apuntando al techo de cristal, mapas celestes colgados en marcos de madera carcomida y allí, en medio de ese caos ordenado, estaba el cuaderno.

No sabía por qué fue directo hacia él.
Quizá porque algo dentro de ella lo reconoció, antes incluso de verlo con claridad.
Estaba abierto, con las esquinas desgastadas, como si alguien —quizás su padre, quizás otra cosa— lo hubiera dejado allí esperándola.

Lo abrió con manos temblorosas.
La primera página estaba en blanco.
En la segunda, una frase escrita con letra firme.




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