Nora no durmió esa noche.
 El sueño se quedó atrapado entre los muros fríos de la torre, disolviéndose cada vez que cerraba los ojos. Había intentado acostarse sobre el viejo sofá del observatorio, pero el silencio era tan pesado que parecía un ser vivo, una criatura que respiraba junto a ella.
La torre de piedra negra crujía con una vida propia. El viento silbaba entre las rendijas de las ventanas como si intentara formar palabras, y las escaleras, al contraerse con el frío, emitían un lamento de madera vieja; cada sonido era más nítido que el anterior, más cercano, como si el mundo estuviera justo al otro lado del muro, intentando decirle algo.
Nora se quedó sentada frente al escritorio, con el cuaderno de su padre abierto frente a ella. No había pasado de la misma página.
 La palabra "Desconexión" seguía brillando en su mente como una herida abierta.
 Cada vez que parpadeaba, veía de nuevo la luz blanca entre los árboles, ese resplandor imposible que el telescopio le había mostrado.
No era una linterna, no era un reflejo, era algo vivo y lo peor era que lo sentía.
 Sentía su vibración dentro del pecho, como si su corazón hubiera empezado a latir al mismo ritmo que aquella luz.
Pasó las horas escuchando el tic-tac inexistente del reloj detenido.
 Recordando la última carta que su padre había enviado, una que nunca llegó a sus manos.
 La policía le había dicho que lo encontraron muerto en su torre, sentado frente al telescopio, con la mirada fija hacia el cielo.
 "Falla cardíaca", dijeron.
 Pero Nora conocía a su padre; un hombre de rutinas precisas, obsesivo hasta en su respiración. Nunca le falló el corazón, le falló el tiempo.
 Algo —alguien— lo había alcanzado antes de que pudiera terminar su trabajo.
Cuando la primera luz del amanecer rozó los cristales del techo, el mundo volvió a respirar.
 Un tañido de campana rompió el silencio desde algún punto del pueblo.
 Nora se puso de pie con lentitud, no podía quedarse más tiempo esperando respuestas entre paredes.
 El frío se filtraba hasta los huesos, pero no era lo que más la estremecía, era la sensación constante de que su padre aún estaba allí, observándola.
 No con miedo, sino con un propósito.
Se abrigó, tomó el cuaderno, una linterna, y bajó los escalones que serpenteaban hacia la puerta.
 El aire de la mañana era gélido y cortante.
 Las nubes se arrastraban sobre las montañas, y el sol apenas era una línea pálida detrás de la neblina.
Nora descendió por el sendero empedrado que llevaba al bosque.
 Cada piedra resbalaba bajo sus botas, y las ramas desnudas se mecían sobre su cabeza como dedos delgados, casi humanos.
 El camino, aunque familiar, se sentía cambiado, no era solo el tiempo, era como si el bosque reconociera su regreso.
El silencio allí tenía un peso distinto.
 Se podía oler, casi tocar.
 Los pájaros no cantaban.
 Ni siquiera el viento se atrevía a soplar fuerte.
 Cada paso que daba parecía despertar ecos dormidos bajo la tierra y entonces lo vio.
El lugar, el mismo que el telescopio había señalado la noche anterior.
Era un pequeño claro, oculto entre los troncos del bosque, un espacio circular donde el suelo estaba cubierto por una delgada capa de escarcha, aunque era pleno verano.
 El aire se doblaba en el centro, temblando como el reflejo de calor sobre el asfalto, pero en frío, con un resplandor sutil.
 No era una luz, era una distorsión, como si la realidad misma respirara.
Nora se acercó con cuidado, cada paso levantaba un susurro.
 El aire olía a ozono, a tormenta recién contenida.
 Sintió un zumbido en los oídos, una vibración que bajaba por su cuello hasta el pecho, cuando extendió la mano, una punzada de electricidad le recorrió el brazo y entonces, una imagen la golpeó.
No era un recuerdo.
 Era una transmisión.
Una noche.
 Su padre, frente al telescopio.
 El cielo ardiendo.
 Un grito ahogado en la torre.
 La luz cayendo del firmamento como una lágrima encendida.
El impacto la hizo retroceder. Se llevó las manos al rostro y sintió las lágrimas, frías, saladas, corriendo sin razón.
 No sabía si lloraba por miedo, por confusión o por una pena que llevaba demasiado tiempo dormida.
—Papá... —susurró.
El viento respondió con un murmullo bajo y en ese instante escucho un sonido. Pasos.
Volteó de inmediato.
Entre los árboles, una silueta se movía con calma.
 Un hombre, alto, delgado, con una gabardina oscura que rozaba las rodillas.
 Sus botas hundían la escarcha con un sonido sordo.
 No parecía un lugareño, su porte tenía algo... forastero, fuera de época.
 El morral de cuero cruzado sobre su pecho estaba gastado, pero bien cuidado.
 Cuando se acercó lo suficiente, Nora distinguió su rostro.
Cabello oscuro, casi negro, revuelto por el viento.
 Piel pálida, marcada por la falta de sueño.
 Ojos verdes — con destellos dorados, ese tono intermedio que parece cambiar según la luz—
 La miró con una calma extraña, como si ya supiera quién era.
—No deberías estar aquí.— Dijo con voz grave.
Nora apretó el cuaderno contra su pecho.
 Su respiración se hizo más corta.
—¿Quién eres?
El hombre vaciló.
 No por duda, sino por cuidado.
—Me llamo Elian. —Dijo al fin.—
 Estudié con tu padre... hace algunos años.
Su voz era tranquila, pero había algo en su tono, una grieta apenas perceptible, como si esa afirmación doliera.
Nora no respondió.
 Elian dio un paso más, despacio, sin invadir su espacio.
—Me envió una carta —añadió— Antes de morir. Me pidió que viniera a buscarte si algo salía mal.
—¿Una carta? —preguntó Nora, incrédula— ¿Cómo sabías que yo estaría aquí?
Elian se agachó, pasó los dedos por la escarcha del suelo.
 La observó un instante, luego asintió para sí mismo, como si confirmara una hipótesis que llevaba tiempo esperando.