La lluvia comenzó al atardecer, primero como un murmullo indeciso, y luego como un tamborileo insistente sobre el techo de cristal de la torre.
 El cielo se había teñido de un gris enfermo, pesado, como si el mundo hubiera olvidado por un momento cómo respirar.
 Dentro, el fuego en la estufa de hierro fundido crepitaba con lentitud, extendiendo un calor tenue que apenas alcanzaba a suavizar el frío que se filtraba entre las piedras antiguas.
Nora estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y el cuaderno de su padre abierto frente a ella. Las letras, ahora manchadas por la humedad, parecían moverse con la luz trémula del fuego. No había dormido más que unos minutos desde la noche anterior. Cada vez que cerraba los ojos, revivía el destello blanco entre los árboles y el eco de una voz que no debía existir.
Su padre.
Elian caminaba por la sala con un paso lento, casi metódico. Su presencia se había vuelto un ruido constante en su mente; no podía decidir si le incomodaba o si, por el contrario, la mantenía a salvo de pensar demasiado.
 Él revisaba instrumentos, abría cuadernos, comparaba fechas, murmurando para sí palabras que Nora no entendía.
 Parecía conocer la torre mejor de lo que ella misma recordaba.
—¿Qué estás buscando? —preguntó, sin levantar la vista del cuaderno.
Elian no respondió de inmediato. Pasó una página, frunció el ceño y trazó una línea con un lápiz desgastado.
—Un patrón. —dijo finalmente— Las estrellas que tu padre marcó con tinta roja... todas desaparecieron de los registros ópticos, pero seguían emitiendo pulsos, tenues, en frecuencias distintas.
Nora arqueó una ceja.
 —¿Pulsos? ¿Como si siguieran ahí?
Elian levantó la mirada, y por un instante, sus ojos se encontraron. Había algo inquietantemente sereno en él, como si entendiera demasiado sobre el silencio.
—Dormidas —murmuró— o atrapadas en otra fase de existencia.
—¿Dormidas? —repitió ella, con una incredulidad contenida.
—Tu padre creía que cada estrella era una conciencia. Que cuando una moría, una parte de su energía se quedaba suspendida... esperando conectar con algo, o con alguien.
Nora lo miró, dudando.
 —¿Estás hablando de reencarnación?
Elian negó con calma.
 —No. Estoy hablando de resonancia, de memorias que no mueren del todo. Pensamientos atrapados en la estructura del universo. 
 Tu padre no estaba loco, Nora. Solo miraba más lejos de lo que debía.
Ella bajó la vista.
 No quería creerlo, pero las imágenes del bosque, el temblor de la tierra, la voz de su padre, todo se mezclaba dentro de ella como una corriente invisible.
Elian se acercó con paso lento y se sentó frente a ella, con un gesto tan tranquilo que por un segundo, Nora olvidó el miedo.
 Sacó del bolsillo interior de su abrigo un sobre antiguo, cerrado con un sello de cera azul.
 —Tu padre me pidió que te entregara esto si alguna vez regresabas... y si decidías quedarte.
Nora lo tomó con cuidado. La textura del papel le resultó familiar, como si perteneciera a otra época. Rompió el sello. Dentro había una hoja doblada, escrita a mano, con la letra temblorosa de Ódel Elvan.
"Nora:
 Si estás leyendo esto, es porque yo ya no estoy.
 No te culpo por haberte ido; yo también quise escapar muchas veces.
 Pero hay algo que debes recordar, hija; tú eres el faro.
 Cuando la estrella L-4012 murió, escuché tu voz entre la estática del transmisor. Tenías seis años. No estabas dormida, pero tu mente resonaba con ella.
 No sé por qué tú. No sé qué te une a esa estrella, pero si alguna vez comienzas a ver lo que yo vi, no temas.
 No estás sola.
 A veces las estrellas mueren para que otros puedan recordar."
El silencio pesó más que el viento. Nora sintió un nudo en la garganta, la hoja temblaba entre sus dedos.
—¿L-4012? —susurró, apenas consciente de haberlo dicho en voz alta.
—Una estrella que colapsó en 2001 —respondió Elian— El mismo año en que dejaste Harlan.
La mención del año la golpeó como una ráfaga de aire helado.
 Se levantó, caminó hasta el ventanal y apoyó la frente contra el vidrio empañado. Las gotas de lluvia corrían como hilos vivos, distorsionando el paisaje del bosque.
Los recuerdos regresaron despacio.
 Una habitación oscura.
 La voz de su padre, susurrando.
 "Cierra los ojos, Nora. Escucha. Imagina que eres una luz flotando en el cielo."
Recordó el sonido. 
 Un zumbido lejano, un murmullo que no parecía de este mundo.
 Luego, la caída...
 Una línea de fuego cruzando la noche, rasgando el cielo y el grito.
 No el de su padre.
 El suyo.
—Yo la vi. —murmuró— Tenía seis años, y la vi. No fue un sueño, la sentí dentro, como si algo en mí hubiera desaparecido con ella.
Elian se acercó despacio, deteniéndose a un par de pasos de ella.
 —La conexión es real, Nora. Tu padre lo sabía, por eso me escribió antes de morir. Dijo que algo se había despertado... y que tú ibas a escucharlo también.
Ella lo miró por encima del hombro.
 —¿Por qué no avisó a nadie? ¿Por qué no pidió ayuda?
Elian respiró hondo, como si esa respuesta doliera.
 —Porque sabía que lo estaban vigilando. Días antes de morir, me dijo que había algo en el cielo que no respondía a ninguna ley conocida... una señal que no dejaba de repetirse. Pensó que era una advertencia.
 Luego, la comunicación se cortó.
Nora cerró los ojos, sintiendo cómo el suelo parecía inclinarse bajo sus pies.
 Su padre no solo sabía que iba a morir. 
 Lo había aceptado.
Elian volvió al escritorio, desplegó un mapa estelar sobre la mesa y lo alisó con las palmas. Las constelaciones estaban alteradas, trazadas con lápiz y tinta roja. Varias de las estrellas estaban tachadas.
—Estas —dijo, señalando los puntos— son las que desaparecieron. Todas tienen algo en común; estaban vinculadas a personas que murieron en circunstancias extrañas. Científicos, niños, exploradores... o gente que, como tu padre, buscaba respuestas que el cielo no quería dar.