Donde Mueren Las Estrellas

IV. AQUELLO QUE CAMINA CON LA NOCHE

El viento arreció como si el bosque entero hubiese inhalado de golpe.
Las ramas golpeaban las ventanas con un sonido hueco, antiguo, como si el propio bosque quisiera entrar.

Nora corrió a cerrar las cortinas. Las telas se enredaron entre sus dedos, húmedas por el rocío que se colaba por los marcos abiertos.
Elian, junto al ventanal principal, bajaba las persianas metálicas una a una. Las bisagras gruñían como si no se hubiesen movido en siglos, y por un instante, el chirrido se confundió con el sonido de algo —alguien— respirando detrás de los muros.

El observatorio quedó sumido en una penumbra violácea. El olor a hierro, polvo y electricidad cargaba el aire.

—¿Qué es esa cosa? —preguntó Nora, abrazando el cuaderno de su padre contra el pecho— ¿Es... humana?

Elian no respondió de inmediato.
Sus ojos, encendidos por la luz parpadeante del panel, reflejaban un cansancio más antiguo que él mismo.

—Lo fue. —dijo finalmente, sin mirarla— O al menos, eso dicen algunos registros.
Los llamaban portadores de silencio.
Seres que aparecen donde la memoria del universo comienza a fallar.

Nora frunció el ceño. Su voz tembló, apenas un susurro.
—¿Y qué significa eso? ¿Que vienen por mí?

Elian detuvo sus manos sobre el control de cierre.
Apoyó una palma sobre el escritorio metálico y la miró por primera vez, con una expresión que mezclaba preocupación y resignación.

—No por ti. —murmuró— Por lo que llevas dentro.

Las palabras quedaron suspendidas entre ambos.
Un silencio espeso, como si el aire hubiera decidido dejar de moverse.

—¿Y qué llevo dentro, Elian? —su voz temblaba, pero no de miedo... sino de algo más profundo, una intuición que no sabía nombrar.

Él vaciló. Se notaba en la manera en que apretaba la mandíbula, en cómo el pulgar rozaba el borde del escritorio, buscando aplomo.
Finalmente habló...

—Una estrella muerta.

Nora sintió que la tierra entera se detenía.
Las palabras se le quedaron atrapadas entre los labios.

—¿Una estrella... muerta?

—No en un sentido físico —dijo Elian con calma tensa— Tu conciencia, o parte de ella, está resonando con una estrella colapsada.
Es como si fueras su eco en la Tierra y cuando el eco es fuerte... puede arrastrar recuerdos, voces, fragmentos de lo que alguna vez fue.

Ella retrocedió un paso. El cuaderno de su padre se abrió al chocar contra su pecho, y las hojas se desparramaron sobre el suelo.
En una de ellas, un dibujo, un círculo rodeado de líneas erráticas y, en el centro, un ojo que no parecía humano.

—¿Y eso que está allá afuera? —preguntó, con la garganta seca— ¿Viene a borrar ese eco?

Elian asintió.
—Donde hay eco, hay recuerdo. Donde hay recuerdo, hay conexión.
Y donde hay conexión... hay peligro.

Las luces del techo parpadearon una vez. Luego otra y finalmente, se apagaron.
La oscuridad cayó sobre ellos como una manta pesada.

Un zumbido profundo, casi subterráneo, empezó a llenar el aire. Vibraba dentro del pecho, como un corazón que no era de nadie.

—El generador... —susurró Elian, buscando a tientas su linterna— ¡Ayúdame a llegar al sótano!

Nora apenas logró asentir. El haz de luz rompió la negrura, rebotando contra las paredes cubiertas de mapas estelares.
El suelo crujía bajo sus pasos.
Cada escalón descendido parecía conducirlos a una realidad distinta, más densa, más irreal.

El aire olía a ozono, como si una tormenta eléctrica hubiese estallado dentro de la tierra.
Las sombras danzaban con la luz en las paredes, deformadas, grotescas.

—¿Qué era un portador... antes de serlo? —preguntó Nora en voz baja, mientras bajaban.

Elian dudó.
—Un humano que miró demasiado al cielo.

Llegaron al fondo.
La puerta del sótano se abrió con un quejido largo, y un resplandor azulado los recibió.

Nora dio un paso dentro y se detuvo, boquiabierta.

Frente a ella, el corazón oculto de la torre respiraba.
Cables entrelazados como raíces, máquinas que zumbaban suavemente, luces que parpadeaban con ritmo propio.
Al centro, un cilindro de cristal lleno de líquido azul.
Burbujas ascendían en espirales, brillando como estrellas diminutas.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, fascinada y aterrada al mismo tiempo.

—Un convertidor de señal. —respondió Elian, ajustando uno de los interruptores— Tu padre lo construyó para recibir pulsos de baja frecuencia de ciertas regiones celestes.
Pero también servía como escudo. Protegía la torre de interferencias... de lo que no debía cruzar.
Y si ha fallado...

Un golpe arriba los hizo detenerse.
Luego otro y otro, más fuerte.
El sonido era inconfundible... pasos.

Nora se encogió instintivamente, con la linterna temblando entre sus manos.

—¿Está... aquí?

Elian alzó su propia luz hacia el techo.
Por un instante, sus ojos reflejaron un brillo que no era humano.

—Todavía no, —dijo con voz tensa— pero está buscando la fisura.
Y esta torre...
Esta torre es una grieta abierta en la realidad.

Un tercer golpe sacudió el polvo del techo, el aire cambió, el zumbido se detuvo y, con él, todo sonido.
El silencio era tan profundo que dolía.

Entonces Elian sacó el cristal oscuro de su morral.
Esta vez brillaba, débil pero vivo, pulsando como un corazón dormido.

—Tienes que tocarlo —le dijo.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Hazlo ahora. Si esa cosa logra entrar, sólo tú puedes detenerla.

Nora negó, retrocediendo.
—No entiendo nada... ¡No puedo!

Elian dio un paso hacia ella, desesperado.
Su voz se quebró.
—¡Tócala! O vendrá por todos, vendrá por ti.

Nora apretó los dientes.
El miedo la estrangulaba, pero algo dentro de ella —una voz antigua, conocida— la empujó hacia adelante.

Extendió la mano.
Sus dedos rozaron el cristal y el mundo se quebró.




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