Durante días, la criatura no volvió.
La torre respiraba una calma extraña, casi dolorosa, como si algo dormido aguardara bajo los cimientos.
 Elian intentaba convencer a Nora de descansar, pero ella apenas comía, apenas hablaba; sus noches eran una sucesión de desdoblamientos —fragmentos de pensamientos que no eran suyos— constelaciones deformes girando sobre cielos imposibles, voces que hablaban en un idioma hecho de luz y sonido, una lengua que no se escuchaba, sino que se sentía.
Había despertado algo, o tal vez algo dentro de ella simplemente había recordado cómo hacerlo.
Elian lo notaba.
 Lo veía en los pequeños gestos; cuando Nora se detenía en mitad de una frase, mirando el horizonte como si allí hubiera algo que él no podía ver; o cuando su respiración cambiaba, más lenta, como si la gravedad misma se alterara a su alrededor.
 En ocasiones, él encontraba su cuaderno lleno de símbolos dibujados con la precisión de un arquitecto y la desesperación de quien teme olvidar.
Primero fueron garabatos.
 Después, fórmulas y constelaciones.
 Y luego, diagramas que replicaban —sin que ella supiera cómo— los mismos patrones que su padre había trazado en su diario.
A veces, cuando Elian se acercaba, notaba que el aire vibraba a su alrededor, como si una frecuencia apenas audible los envolviera.
 La resonancia.
 La misma que se había llevado a otros antes que ella.
Pero Nora... Nora no parecía quebrarse, solo cambiaba, como si cada día fuera más ella y menos humana.
 Una tarde, Elian la encontró en el estudio, sentada frente a la vieja radio de onda corta de Ódel.
 No la había tocado desde su llegada, pero ahora el aparato emitía un zumbido constante, interrumpido por pulsos rítmicos.
Tres largos.
 Dos cortos.
 Uno largo.
 Y otra vez.
Elian frunció el ceño.
 —¿Qué estás haciendo?
Nora no apartó la vista del panel.
 —Escuchando.
—¿Eso es código morse?
—No. Es más viejo... más básico. —Su voz era suave, casi un susurro.— Como si alguien estuviera usando la frecuencia para decirme que aún está aquí.
Elian se acercó despacio.
 —¿Quién?
Ella levantó la cabeza. Sus ojos reflejaban una luz que no estaba en la habitación.
 —Mi estrella.
Él sintió un escalofrío.
 Aquella mirada la había visto antes, en otro tiempo y en otro rostro.
 Un joven islandés, un "vinculado" que había despertado durante un eclipse.
 Tres semanas después, lo encontraron con el cuerpo cubierto de escarcha desde dentro, como si el frío viniera del alma.
 Había absorbido demasiado, demasiado rápido.
Elian se arrodilló frente a ella.
 —Nora, escúchame. Tienes que ir despacio. La resonancia no es solo conocimiento... también es emoción, miedo, memoria y pérdida. Si te entregas por completo, puedes olvidar quién eres.
Ella sonrió, pero su sonrisa era triste, lejana.
 —¿Y si nunca lo supe del todo?
Él no tuvo respuesta.
Aquella noche, Nora bajó sola al sótano.
La radio seguía emitiendo su pulso monótono. En el cuaderno de su padre, una página se había desprendido; no parecía escrita con tinta, sino marcada por fuego.
 Las líneas formaban un mapa.
No un mapa terrestre.
 Un mapa del cielo.
Las constelaciones estaban deformadas, reordenadas.
 No había osos ni cazadores, ni cruces del sur.
 Solo líneas que parecían cicatrices grabadas en la piel del universo y en el centro... la torre.
 Su torre.
 Rodeada de cinco puntos luminosos.
 Cuatro de ellos tachados con tinta roja, solo uno permanecía intacto.
Nora pasó los dedos sobre el papel, las marcas quemaban, pero no dolían.
—¿Qué es esto? —murmuró.
Entonces, en el margen inferior, una nota.
 La letra temblorosa, inconfundible.
"Cinco torres. Cinco anclas.
 Cuando caiga la quinta estrella, se cerrará el ciclo.
 No dejes que ocurra."
El corazón de Nora dio un vuelco.
 Elian había dicho que la torre era una grieta, pero ahora comprendía que no era la única.
 Había más, otras torres, otras grietas. Conectadas por algo más antiguo que el lenguaje o el tiempo.
—Cinco anclas... —repitió en voz baja.
Su respiración se aceleró. Si las otras cuatro torres habían caído... entonces la suya era la última.
La última barrera.
Subió las escaleras corriendo.
 Elian dormía en una silla junto a la estufa, los brazos cruzados, la cabeza ladeada.
 El fuego iluminaba su rostro cansado; por un instante, Nora se detuvo a mirarlo.
 Había algo pacífico en él, algo que no había notado antes. Una quietud que contrastaba con su propia tormenta.
Pero no podía detenerse.
—¡Elian! —lo sacudió con fuerza— ¡Despierta, tienes que ver esto!
Él parpadeó, confundido, hasta que vio el mapa entre sus manos.
La expresión de su rostro cambió. No fue miedo.
 Fue resignación.
—No puede ser... —susurró— Pensamos que era solo una teoría.
—¿Qué teoría?
—Que las torres no eran puntos de observación, sino cerraduras.
 Sellos.
 Cada una construida sobre una intersección entre la materia y la memoria.
 Si una estrella vinculada se apaga sin que haya un humano conectado a ella... el sello se rompe.
Nora sintió que la garganta se le cerraba.
 —¿Y si ya se rompieron cuatro?
Elian se levantó tan rápido que la silla cayó al suelo.
 —Entonces solo queda esta. —La miró con gravedad— Y tú.
Horas después, el cielo había cambiado, las nubes parecían arremolinarse sobre la torre, y cada rayo que cruzaba el horizonte tenía un brillo pálido, anómalo, como si en lugar de electricidad, llevara consigo recuerdos.
Nora y Elian estaban en el observatorio.
 El telescopio apuntaba al firmamento, en el suelo, el mapa brillaba con luz propia, como si los símbolos se activaran cada vez que el cielo respiraba.