El amanecer llegó sin canto de aves, solo un resplandor pálido filtrándose entre los cristales empañados del observatorio, iluminando el polvo suspendido en el aire como si flotaran diminutos fragmentos de estrellas. El silencio era tan profundo que Nora podía escuchar su propia respiración, irregular, frágil.
La criatura había desaparecido con la noche, la grieta en el cielo también, pero el mundo no era el mismo.
Elian se movía en silencio, recogiendo los instrumentos caídos, comprobando el telescopio, evitando mirar el lugar donde la luz azul había tocado el suelo. Allí quedaba una marca circular, una huella leve en las piedras, como un quemado sin fuego.
Nora permanecía sentada junto a la ventana, envuelta en una manta. No había dormido, su cuerpo temblaba, pero no por el frío, era como si cada latido resonara en otra parte, más allá de su piel.
La estrella palpitaba como un corazón moribundo en la lente del telescopio, cada destello parecía más débil que el anterior, como si en cualquier momento pudiera extinguirse para siempre.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó con voz baja.
—Unas cuatro horas —respondió Elian— La grieta se cerró al amanecer.
Ella asintió lentamente, sin despegar la vista del bosque. Entre las ramas desnudas, el aire aún parecía moverse con cierta inquietud, como si algo invisible siguiera respirando.
—¿Y la estrella? —susurró.
Elian guardó silencio un instante. Luego se acercó al telescopio y miró.
 El lente devolvía una negrura uniforme.
—No hay señal —dijo.
La frase pesó como un duelo.
Elian mantenía la mirada fija, pero Nora lo observaba de reojo; el temblor en sus manos, la tensión en su mandíbula, era como si la imagen en el visor no solo le confirmara una teoría, sino que también lo condenara.
—¿Qué significa que se esté apagando ahora? —preguntó ella, con la voz entrecortada.
Elian no respondió de inmediato. 
 Se apartó del telescopio y caminó por la sala como un hombre que busca aire.
—Significa... que ya no hay tiempo.
Nora sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El silencio de la torre parecía más denso que nunca, como si los muros escucharan cada palabra.
—Me dijiste que solo quedaba esta estrella, la quinta —insistió ella—Si desaparece, ¿qué ocurre?
Elian se detuvo, dándole la espalda. 
 Su sombra se alargaba contra la pared, deformada por la luz oscilante de la lámpara.
—No lo sé con certeza —confesó al fin— Pero si las torres son sellos... entonces esta caída no liberará solo memorias. 
 Liberará todo lo que fue contenido durante siglos.
Se giró hacia ella. 
 En sus ojos había un brillo extraño...miedo, sí, pero también algo más, como una resolución silenciosa.
—Y tú, Nora... eres el último candado.
Ella retrocedió un paso, como si esas palabras hubieran tenido peso físico.
—¿Yo?
—Tú y la estrella están vinculadas. 
 Cuando naciste, tu padre lo supo, por eso la torre, por eso el aislamiento. Te estaba escondiendo del cielo... porque el cielo también te estaba buscando a ti.
Nora sintió que la garganta se le cerraba. 
 Por un instante, quiso gritar, negar todo, decir que eran delirios de un hombre atormentado, pero las visiones, los símbolos que dibujaba sin entender, la radio susurrando pulsos que reconocía sin haberlos aprendido... Todo encajaba.
—¿Y qué pasa conmigo si esa estrella muere? —preguntó, casi en un susurro.
Elian se acercó despacio. 
 Cada paso suyo parecía resonar en el suelo, como un tambor oculto.
—Tal vez... te apagues con ella. 
 Tal vez seas arrastrada hacia lo que guarda o peor, tal vez no mueras, sino que abras la puerta desde dentro.
Nora se estremeció. 
 Su impulso natural fue apartarse, pero Elian extendió una mano, apenas rozando su brazo. 
 Ese contacto fue suficiente para detenerla.
Era un roce mínimo, pero su piel ardió. No de miedo, sino de otra cosa que no se atrevía a nombrar.
—Escúchame —dijo él, con voz baja, intensa—Pase lo que pase, no dejaré que te pierdas, ni en la estrella, ni en las memorias, ni en ti misma.
Nora lo miró fijamente y por primera vez, sintió que su soledad no era absoluta.
El resto de la noche fue un vaivén entre el silencio y las revelaciones. Sentados junto a la estufa, con el mapa extendido sobre la mesa, Elian comenzó a hablarle de los otros vinculados. 
 Historias que había evitado hasta entonces.
Un muchacho islandés que había soñado con mares congelados y amaneció con la piel cubierta de escarcha, muriendo en tres semanas. Una mujer de Turquía que escuchaba coros en las piedras y un día se disolvió en polvo ante los ojos de su familia. Un niño en Chile que pintaba círculos en los muros de su casa hasta que desapareció dentro de uno de ellos.
Todos distintos, todos conectados a estrellas que dejaron de brillar poco después.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Nora.
Elian bajó la vista.
—Porque yo estuve allí. No como vinculado, como observador. Fui parte de un grupo que los estudiaba... hasta que comprendí que lo que hacíamos era acompañarlos hacia la muerte.
Levantó la mirada y lo que Nora vio en sus ojos no fue frialdad, sino culpa.
—Nunca pude salvar a ninguno —dijo él— Pero tal vez contigo... pueda intentarlo.
Nora sostuvo su mirada. 
 Sintió que el aire se volvía más pesado entre ellos, no había promesas explícitas, pero algo en esa confesión era más íntimo que un beso.
Poco después, la torre vibró. No como antes, no un temblor leve, fue un golpe sordo, profundo, como si el mundo hubiera respirado al revés.
La radio se encendió sola. 
 No hubo pulsos esta vez, sino un sonido continuo, metálico, que se transformó poco a poco en un murmullo de voces superpuestas.
Nora se levantó de un salto.
—Está ocurriendo.
Elian ya estaba en la ventana. 
 Afuera, el cielo tenía un tono gris enfermizo y allí, en el horizonte, justo encima del bosque, apareció una silueta que no debería estar allí, una grieta luminosa, como un corte en la realidad.