Elian cerró la puerta de la sala con un golpe seco.
 El sonido resonó por toda la torre como un eco que tardó demasiado en morir; afuera, la grieta seguía brillando, un pulso irregular que parecía respirar en sincronía con la noche. La luz apenas alcanzaba a filtrarse por las rendijas, proyectando líneas blancas sobre las paredes de piedra.
 Durante unos minutos, el silencio se impuso, era un silencio vivo, tenso, como la calma que precede al derrumbe.
Nora permanecía sentada en el suelo, con las rodillas recogidas y las manos temblando. Su respiración era agitada, pero ya no era solo el miedo lo que la estremecía.
 Había algo más... una vibración interior que no lograba descifrar. Como si cada fibra de su cuerpo recordara un lenguaje olvidado.
Elian se arrodilló frente a ella. La observó unos segundos antes de atreverse a tocarla.
 Le sujetó los hombros con suavidad, casi con reverencia.
—Mírame —dijo, bajo, pero con firmeza.
Nora levantó los ojos. Estaban húmedos, pero no de lágrimas comunes.
 Había en ellos un brillo distinto, un reflejo que no provenía de ninguna lámpara.
 Como si la luz de la grieta se hubiera quedado atrapada detrás de sus pupilas.
—¿Qué me está pasando, Elian? —preguntó con un hilo de voz.
Él vaciló. Había visto cosas imposibles antes, pero nunca algo como eso; con una mano temblorosa, le rozó la mejilla. Fue un gesto tan leve que pareció un pensamiento más que una caricia.
—Estás recordando. —Su tono fue casi un suspiro— Y eso... puede ser un don, o una condena.
Nora cerró los ojos, recostando su frente contra la de él.
 El contacto fue eléctrico, casi físico, pero a la vez remoto, como si dos fuerzas opuestas —la luz y la sombra, la verdad y el olvido— chocaran entre ellos.
—Tengo miedo de perderme —murmuró ella.
—Entonces déjame ser el que te encuentre —respondió él, sin pensar.
Esa promesa flotó entre ambos como algo más que palabras.
 Durante un instante, el mundo pareció detenerse, afuera, el resplandor de la grieta pulsaba con ritmo lento, casi como un corazón que no quería apagarse.
Dentro, solo quedaban ellos y el temblor compartido de sus respiraciones.
Horas después, subieron juntos al desván.
 Elian encendió una lámpara de aceite; el fuego se retorció en el cristal y las sombras cobraron vida, como si los observaran desde las paredes.
 El aire olía a polvo, a tiempo detenido.
 Había baúles apilados, estanterías torcidas, papeles que parecían haber sobrevivido a incendios, a olvidos, a despedidas.
Nora se acercó a uno de los cofres de madera vieja. Lo abrió con cuidado, como si temiera romper algo más que el objeto.
 Dentro, encontró cuadernos encuadernados a mano, con el sello de Ódel marcado a fuego en la portada; una espiral cruzada por una línea.
Elian se inclinó junto a ella.
 —¿Son los registros de tu padre?
—No lo sé... —respondió, pasando la yema de los dedos sobre el símbolo— Pero siento que me reconocen.
Abrió el primero.
 Las páginas estaban cubiertas de símbolos, dibujos, notas escritas con una caligrafía irregular.
 No era un idioma que conociera, pero cada trazo le resultaba familiar.
—No puedo leerlos, —murmuró— pero los entiendo.
Elian la observó de perfil, fascinado y preocupado a la vez.
 —Entonces dime qué dicen.
Nora tocó uno de los signos, y de pronto su mente se inundó de imágenes.
 Vio la torre, pero no como ahora. Viva, radiante, respirando.
 Un faro hecho de piedra que latía con una energía casi orgánica y en el centro, un círculo tallado, lleno de un resplandor líquido que palpitaba con la misma cadencia que su propio corazón.
—Es un umbral —dijo con voz temblorosa— Pero no se abre hacia afuera... se abre hacia dentro.
Elian frunció el ceño.
 —¿Hacia dentro de qué?
Ella lo miró, y el brillo en sus ojos era distinto.
 —De mí.
Elian no respondió enseguida.
 El aire entre ambos se tensó.
 Entonces tomó su mano, la misma que había tocado el símbolo, y la apretó con fuerza.
—Entonces lo cruzaremos juntos. —No fue una promesa ligera. Fue una decisión.
 Revisaron los papeles durante horas.
 Las notas de Ódel eran confusas; fragmentos de oraciones incompletas, fórmulas rotas, mapas dibujados con tinta roja.
 Pero entre todo eso, había algo que parecía tener peso.
 Una página doblada, marcada con el título...
"Registro final — 13 de agosto."
Elian la desplegó con cuidado.
 El papel estaba manchado, como si hubiera sido empapado en lágrimas o lluvia.
 La escritura era más tensa, más humana que las anteriores.
"No hay sellos que contengan lo que proviene de dentro.
 La torre me escucha, pero ya no obedece, he sentido la grieta moverse como si respondiera a su respiración.
 Si llegara a despertar... que mi hija no recuerde, que la grieta la olvide antes de que la reclame."
Nora apretó los labios.
 —Él sabía que la grieta estaba viva... —dijo con un hilo de voz— Y que estaba conectada a mí.
Elian se pasó una mano por el rostro, intentando ordenar los pensamientos.
 —Tu padre no intentaba contener a la criatura. Estaba conteniéndote a ti... o lo que llevas dentro.
Nora lo miró horrorizada.
 —¿Y si lo que está encerrado en mí es peor que lo que hay afuera?
Elian sostuvo su barbilla con suavidad, obligándola a mantener su mirada.
 —Entonces será mi condena también.
Por primera vez, Nora no apartó la vista.
 Sintió que algo en ella, algo que había permanecido oculto incluso a sí misma, se encendía.
 No era una luz ni una sombra, sino ambas.
Más tarde, cuando el cansancio los venció, se sentaron contra la pared del desván, uno al lado del otro.
 La lámpara parpadeaba, proyectando figuras que se deshacían con cada respiración, el viento golpeaba la madera, trayendo consigo el rumor de la grieta que seguía latiendo a lo lejos.