Donde Mueren Las Estrellas

VIII. CUANDO TIEMBLAN LAS ESTRELLAS

Elian despertó con la sensación de haber estado soñando con agua, un mar oscuro, infinito, que lo llamaba desde todas direcciones.

Elian colocó dos tazas sobre la mesa, el café humeaba, llenando el aire de un aroma terroso que se mezclaba con el polvo de los libros y las notas a grafito de los cuadernos de Ódel. Nora estaba sentada frente a la estufa, abrazando las rodillas contra el pecho, y giró la cabeza cuando el olor le llegó.

—¿Café? —preguntó, como si fuera algo impensable en un lugar como ese.

Elian sonrió apenas, dejando la taza frente a ella.
—Un lujo que me permito de vez en cuando, aunque ya casi no quedan granos.

Nora tomó la taza con ambas manos, acercándola a su rostro antes siquiera de beber, cerró los ojos un segundo y aspiró el vapor, lento, como si quisiera retener ese instante en su memoria.

—Se parece... —murmuró, dejando la frase a medias.

Elian arqueó una ceja.
—¿A qué?

—A que sí no supiera lo que ocurre allá afuera, juraría que es una vida normal. —Abrió los ojos y lo miró. Sus pupilas azul claro brillaban con el reflejo del fuego— No sé... el café caliente, los libros alrededor, alguien al otro lado de la mesa. Es... como si esto fuera un recuerdo que nunca tuve, pero que siempre quise.

Elian la miró, con esa media sonrisa tímida que parecía escapársele sin permiso.
—Quizá lo sea, aunque dure sólo unos minutos.

Nora tomó un sorbo pequeño, el café aún demasiado caliente, el sabor le resultaba áspero, pero detrás había un rastro dulce, casi escondido, que le recordó a otra época.
Bajó la taza lentamente y sus labios se curvaron en una media sonrisa.

—Es extraño —dijo, casi en un suspiro—Tomar esto aquí... me hace pensar en cuando era niña.

Elian levantó la vista, curioso.
—¿Niña?

Nora asintió, sus ojos azul claro se perdieron en un punto invisible frente a ella.
—En los veranos, cuando todo parecía más grande de lo que era.
Mi piel se llenaba de sol aunque nunca llegué a broncearme del todo... siempre fui demasiado pálida, con un tono que parecía resistirse al calor del pueblo. Recuerdo a las demás niñas diciendo que parecía hecha de vidrio, frágil, pero mi padre decía otra cosa.

Calló un momento, como si escuchara su voz en ese instante.

—Él decía que mi piel era como el papel donde se escriben los mapas.
Que algún día, las estrellas dejarían marcas en mí, aunque yo no entendiera cómo.

Elian no apartó la mirada.
Había algo en ese recuerdo que le dolió más de lo que esperaba, como si fuera un secreto destinado a él.

—¿Y lo creíste? —preguntó en voz baja.

Nora sonrió con una melancolía que se mezclaba con ternura.
—A los nueve años uno cree en todo lo que su padre dice. Aunque luego... te vayas, y empieces a dudar de quién eras cuando eras pequeña.

Apoyó la barbilla en su mano, el cabello negro cayéndole sobre los hombros.

—Pero hoy, aquí, con el café, con los libros y contigo... por un instante puedo ver a esa niña otra vez.
Con la piel clara, los pies llenos de polvo, mirando el cielo como si quisiera tragárselo entero.

El silencio que siguió fue pesado, pero no incómodo. Elian respiró hondo, como si quisiera guardar esas palabras dentro de él.
—Tal vez esa niña nunca se fue, solo estaba esperando este momento para recordarte quién eres.

Nora lo miró con intensidad, y por un instante el sonido del viento afuera desapareció.
Elian se vio reflejado en sus ojos azules, tan claros que le parecieron dos ventanas abiertas a algo inmenso, algo que no podía nombrar pero que lo atraía irremediablemente.

Elian no contestó de inmediato, se limitó a mirarla y en ese gesto, la vio de verdad.
El cabello negro cayéndole en ondas hasta rozarle el hombro, el rostro joven pero endurecido por el tiempo y la distancia, y esos ojos que parecían guardar un cielo distinto.
Pensó que era injusto, con apenas veintitrés años, ella hablaba como alguien que había vivido demasiadas pérdidas.

—Tal vez eso es lo que intentaba darte tu padre aquí —dijo al fin, con voz tranquila—Una vida normal entre las ruinas.

Nora bajó la vista hacia su taza. El café le temblaba un poco en las manos, pero no por el frío.
—¿Y tú? —preguntó, como tanteando un territorio que no debía pisar— ¿Alguna vez tuviste algo de eso?

Él apartó la mirada apenas un segundo, como si necesitara recuperar el aire, luego habló con voz baja, casi como si se confesara con ella y con nadie más.

—¿Sabes? Cuando tenía tu edad... había veces en que pensaba que todo esto... la torre, las vigilias, las notas, era sólo una excusa para mantenerme lejos del mundo.

Sus dedos rozaron la taza, la giró lentamente.

—Un verano, igual que tú, intenté hacer algo normal. Me quedé en el pueblo unas semanas y ayudé en la taberna.
Servía café, limpiaba mesas, hablaba con la gente, tenía las manos manchadas de harina en vez de carbón, y por un instante... pensé que podía quedarme así para siempre.

Nora lo escuchaba sin parpadear.
Era la primera vez que lo sentía tan cercano, tan tangible.
—¿Y qué pasó? —preguntó en un susurro.

Elian esbozó una sonrisa corta, triste pero cálida.

—La torre me llamó, siempre lo hace.
Volví una noche, como si algo tirara de mí, y al amanecer ya no quedaba rastro de esa vida normal.

Sólo la cicatriz que me hice esa misma semana, cuando intenté subir las escaleras con prisa y me golpeé contra el hierro del barandal. Tenía diecinueve y desde entonces... nunca volví a intentarlo.

Nora bajó la vista, pero en sus labios se formó una curva leve.
—Quizá no lo intentaste lo suficiente.

Él la miró de nuevo, sorprendido por la suavidad en su voz.
—¿Y si ya era demasiado tarde?

Ella sostuvo su mirada, firme, con una dulzura inesperada.
—Entonces... quizá aún no lo sea.

Él levantó los ojos hacia ella, sorprendido por su respuesta.
No supo qué responder, pero esa observación lo atravesó como si hubiera puesto en palabras lo que él nunca se había permitido pensar.




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