El silencio tenía un peso extraño, casi líquido, ni el viento se movía, y por un instante, hasta el reloj del café pareció contener el aliento.
Nora pensó en una línea del diario de Ódel, una que no había podido sacarse de la cabeza desde aquella noche...
"Cuando el cielo se rompa, no busques refugio en la tierra. Busca al marcado."
No había entendido lo que significaba, hasta ahora y entonces, el sonido llegó.
 El rugido que desgarró el cielo no fue un trueno, fue algo más profundo, como si la tierra misma hubiese exhalado con violencia un aire enrarecido, cargado de presagios. 
 Las tazas vibraron, las estanterías gimieron con el peso de los libros y las luces temblaron en su débil fulgor amarillo.
Nora sintió el golpe en el pecho antes que en los oídos; una vibración que le erizó la piel como si hubiese sido atravesada por una corriente eléctrica, el aire olía distinto, a hierro y a tierra mojada, aunque no llovía.
—¿Qué... fue eso? —murmuró, sin poder contener la voz.
Elian estaba de pie, pero no miraba el techo ni la ventana, sino sus propias manos. 
 Sus dedos temblaban con un leve espasmo, como si la piel buscara escapar de sí misma.
—No lo sé —respondió, y el tono grave de su voz tenía un filo de miedo que a Nora le resultó casi inconcebible en él.
Fue entonces cuando lo notó, la cicatriz en su rostro, esa línea oblicua que generaba curiosidad con tan solo verla, ardía. 
 No en el sentido literal, pero parecía irradiar un calor invisible, como brasas que respiran sin llamas, la piel alrededor se enrojecía lentamente, marcada por un resplandor interno que no debería existir.
Nora dio un paso hacia él, aunque el suelo seguía vibrando. El ventanal se sacudió contra su marco y desde afuera llegaron voces descompuestas, gritos confusos, carreras sobre el empedrado.
Desde el ventanal, alcanzó a ver figuras corriendo, sombras que se doblaban bajo la luz azul.
 Algunos se arrodillaban, otros alzaban los brazos al cielo, como si intentaran cerrarlo con las manos.
 Una campana golpeó trece veces, aunque el reloj marcaba las nueve.
Elian apartó la vista.
—No te acerques.
Ella no obedeció.
Su respiración estaba entrecortada, pero no era miedo lo que la movía, sino una certeza antigua, casi infantil, esa misma sensación que alguna vez tuvo en las tormentas de su niñez, cuando se refugiaba en el regazo de su madre aunque los relámpagos parecieran abrir el mundo en dos, había algo en esa cicatriz que ahora pedía ser entendido, no evitado.
La grieta en el cielo volvió a rugir, y esta vez Nora la vio, una fisura luminosa que cruzaba las nubes como un cristal roto, era demasiado perfecta en su irregularidad, demasiado real para ser sólo un juego de luces, el resplandor se filtraba hasta las calles, bañando las fachadas en un tono azulado y extraño.
Elian apretó el puño con tanta fuerza que los nudillos se pusieron blancos.
—Empieza otra vez... —susurró, apenas audible.
Nora captó las palabras.
 Por un segundo, Nora creyó ver algo superpuesto al presente, un campo de cenizas, un cuerpo cayendo bajo un cielo del mismo color que aquella grieta.
 Parpadeó, y todo desapareció.
 No quiso preguntar si Elian había visto lo mismo.
—¿Qué empieza?
Él levantó la mirada y sus ojos, oscuros como la tierra mojada, parecían cargados de un dolor que no pertenecía a este momento, sino a un tiempo más antiguo. 
 La cicatriz se tensó, marcando un relieve casi vivo sobre su piel.
—La marca... responde.
El mundo alrededor siguió agitándose, las campanas en la torre, desorden en las calles, el rechinar de puertas cerrándose de golpe... Pero Nora apenas escuchaba, su atención se concentraba en Elian, en ese fuego oculto que se encendía dentro de su piel como si el cielo mismo le hubiera reclamado.
Y por primera vez, sintió que lo que ocurría no era del todo ajeno a él.
Las lámparas parpadearon otra vez, y el café quedó envuelto en un resplandor intermitente que parecía acompañar cada rugido del cielo. 
 Afuera, la gente gritaba el nombre de santos, de antiguas plegarias, como si las calles se hubiesen transformado en un rezo colectivo y desesperado; dentro, en cambio, el tiempo se estrechaba, era como si ese espacio entre Nora y Elian fuese una burbuja donde nada más tenía permiso de existir.
Ella avanzó hasta quedar a escasos pasos de él, el calor que desprendía su piel no era natural; lo sentía, aunque no lo tocara, un ardor invisible que parecía escapar por la cicatriz, era extraño, lo aterrador no la alejaba, la atraía.
—No me digas que me aparte —murmuró Nora, con una firmeza suave pero inquebrantable.
Elian cerró los ojos por un instante, como si buscara en la penumbra una respuesta que no tenía. 
 Cuando los abrió, había algo distinto en ellos, un cansancio profundo mezclado con una alerta que tensaba cada músculo de su rostro.
—No entiendes lo que significa —dijo él—No deberías verlo.
Nora ladeó la cabeza, sus ojos azules, bajo el reflejo azulino de la grieta, parecían dos espejos de ese mismo cielo roto.
—Entonces explícame. ¿De qué huyes cada vez que hablas de la marca?
Elian rió, pero fue un sonido seco, incrédulo.
—¿Huir? —repitió—Si pudiera huir... lo haría.
Por un momento, el temblor en sus manos se detuvo, y Nora pudo ver con claridad la cicatriz iluminada, palpitando como una vena expuesta.
Él retrocedió medio paso.
—Nora...
—Elian —respondió ella con un hilo de voz que se quebraba, aunque la convicción en sus ojos era más fuerte que el miedo—Si lo que llevas encima te consume, ¿no crees que es peor cargarlo solo?
Él la miró entonces, de frente, como si esas palabras hubieran atravesado la barrera que levantaba cada día. 
 Había una súplica en su silencio, y al mismo tiempo un aviso.