Donde Mueren Las Estrellas

X. DONDE TIEMBLA LA CALMA

El trueno cayó tan cerca que hizo vibrar los cristales de la biblioteca en la torre.

Elian alzó la vista al techo, como si temiera que el propio edificio fuera a partirse en dos.

Nora, en cambio, no apartó los ojos de él.

Había algo en su postura —los hombros tensos, el sudor en la frente, las manos crispadas sobre la mesa— que la mantenía más alerta que cualquier rayo allá afuera.

El silencio entre ambos se volvió espeso, roto solo por el tamborileo de la lluvia golpeando las ventanas; entonces, sucedió... la cicatriz en el rostro de Elian, esa línea pálida que él siempre evitaba tocar, se encendió con un resplandor tenue, casi líquido, como si debajo de la piel corriera un río de fuego.

Nora no respiró.
No supo si era el trueno que iluminaba la habitación o algo que surgía desde dentro de él, pero el brillo persistió incluso cuando el relámpago se desvaneció.

—Elian... —su voz fue apenas un susurro.

Él apartó la mirada, como si esconderse pudiera apagar el fenómeno. Por dentro, sentía que algo lo llamaba —una voz sin palabras, un pulso que no venía de su corazón sino de la marca— Cada vez que la cicatriz ardía, era como si el tiempo se abriera y lo arrastrara hacia un lugar que no quería recordar.

Se levantó de golpe, empujando la silla hacia atrás, y caminó unos pasos, llevándose la mano al rostro.
—No lo mires.

—¿Por qué no? —preguntó ella, con esa calma extraña que se le despertaba en los momentos de mayor peligro.

Elian apretó los dientes.
La cicatriz ardía como hierro candente, y cada latido era un golpe directo contra su sien, no era la primera vez que le ocurría, pero sí la más intensa y nunca, nunca antes frente a alguien más.

—Porque no quiero que lo recuerdes así —contestó, dándole la espalda.

La tormenta rugió, estremeciendo la torre de la biblioteca, por un instante pareció que el propio pueblo se contraía.
Nora se puso de pie, indecisa, y dio un paso hacia él.

—¿Eso qué significa?

Él no respondió.
El resplandor se intensificó, dibujando un trazo irregular que subía desde la mandíbula hasta perderse en la línea de su cabello, no era solo una cicatriz, era un símbolo.

Nora lo supo con certeza, aunque no entendiera aún por qué.

Se acercó más.
El olor del café olvidado sobre la mesa todavía flotaba en el aire, mezclado con la humedad que traía la tormenta, la normalidad que había sentido minutos antes —ese respiro cálido entre libros y tazas— parecía ya un recuerdo borroso.

Cuando estuvo a su lado, extendió la mano.

Dudó apenas un segundo antes de rozar con la yema de los dedos la piel encendida. Elian se tensó, como si el contacto hubiera abierto un canal secreto.

El trueno retumbó en el mismo instante y la cicatriz brilló con fuerza.

—Está conectado... —murmuró ella, fascinada y temerosa a la vez.

Él se apartó de golpe.
Sus ojos, habitualmente serenos, tenían un brillo febril.

—No deberías estar aquí, Nora. No cuando esto sucede.

—¿Y crees que voy a dejarte solo con esto? —su respuesta fue inmediata, visceral.

Hubo un momento de puro silencio.

Afuera, la lluvia seguía cayendo con furia, pero dentro de la biblioteca todo parecía suspendido, detenido entre dos respiraciones.

Elian bajó la mirada a sus manos, notó que temblaban, la piel de sus dedos estaba tan caliente como si hubiera sostenido fuego.

—No entiendes lo que significa —dijo con un hilo de voz.

—Entonces explícame —pidió ella, y en su tono no había exigencia, sino un ruego suave.

La lámpara titiló.
Elian respiró hondo, como quien carga un peso demasiado grande.

—La cicatriz... no es un recuerdo de una batalla ni un accidente.
Es... una marca. Una advertencia y cuando el cielo ruge así... es porque lo que sea que me dejó esto... se acerca.

Nora sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

No era miedo, al menos no del tipo común.

Era la certeza de que había entrado en una historia que la superaba, y que Elian era el único que conocía la mitad de sus páginas.

Se atrevió a sonreír, apenas, como si el miedo no pudiera robarle del todo la calma.

—Entonces no es solo tu carga, es mía también.

Él levantó la vista, sorprendido por la firmeza en su voz.
En medio del caos, ella parecía una isla, sus ojos azules reflejaban los destellos de los relámpagos, pero su expresión era serena.

Un nuevo relámpago atravesó el cielo, tan brillante que por un instante la biblioteca quedó bañada en blanco. Elian alcanzó a ver el reflejo de sí mismo en esas pupilas claras, no como un hombre marcado, sino como alguien visto de verdad.

Su respiración se entrecortó.

—¿Por qué haces esto? —preguntó, sin comprender.

—Porque alguien tiene que estar contigo cuando llegue lo que sea que viene —respondió ella, con la voz firme y suave al mismo tiempo.

Afuera, las campanas de la iglesia comenzaron a sonar solas, agitadas por el viento o por algo más. El sonido era irregular, como si una mano invisible las golpeara a destiempo.

La marca volvió a brillar, más intensa que nunca y en esa fusión de caos y cercanía, de relámpagos y palabras íntimas, se abrió una grieta en la noche, no en el cielo, sino dentro de ellos mismos.

Elian dió un paso hacia ella, como si su sola presencia pudiera contener la tormenta.
Nora no retrocedió y por un instante, en medio de la furia del mundo, parecieron ser solo dos, respirando en sincronía con un secreto que recién empezaba a revelarse.

Pero la calma fue apenas un espejismo.

De pronto, un estruendo distinto, más grave que los truenos, se escuchó desde las entrañas de la tierra, no provenía del cielo, sino de debajo de Harlan. El suelo tembló con un murmullo profundo, como un latido que venía de siglos atrás. No era solo la tierra; era la historia misma de Harlan que volvía a respirar.
Los libros en los estantes vibraron, algunos se desplomaron con un ruido seco.




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