Donde Mueren Las Estrellas

XI. EL HERALDO

El suelo volvió a temblar, esta vez más fuerte.

Los estantes de la biblioteca crujieron como si fueran huesos viejos y por un instante, Elian pensó que las paredes iban a cerrarse sobre ellos.

Nora lo sujetó del brazo.
—¡Tenemos que salir de aquí!

El estruendo subterráneo no se parecía a nada que hubieran oído antes, no era un trueno ni un derrumbe, era un pulso, un corazón latiendo bajo la tierra de Harlan.

Elian asintió con el rostro tenso y juntos corrieron hacia la puerta. Afuera, la tormenta no había cedido, la lluvia caía en ráfagas violentas, inclinada por el viento, y cada relámpago pintaba el pueblo con destellos blancos que dejaban sombras más oscuras aún.

La plaza central estaba viva de gritos y confusión, las casas temblaban, las ventanas golpeaban contra sus marcos, los perros aullaban sin descanso, los habitantes salían de sus hogares, algunos envueltos apenas en mantas, otros cargando velas encendidas que la lluvia apagaba de inmediato.

Las campanas de la iglesia continuaban sonando solas, como si alguien invisible las golpeara con furia.

Nora se aferró a Elian, y al levantar la vista notó que la cicatriz en su rostro ya no era un trazo tenue, resplandecía con un fulgor ardiente que palpitaba al mismo ritmo que aquel ruido subterráneo.

Varias personas lo vieron y en medio de la histeria colectiva, el resplandor no pasó desapercibido.

—¡Mírenlo! —gritó alguien desde la multitud—¡Está marcado!

Los ojos se clavaron en Elian como cuchillas. Algunos retrocedieron con miedo, otros lo señalaron con ira contenida, como si en ese instante hubieran encontrado una explicación para lo inexplicable.

Elian apretó la mandíbula.
No había peor enemigo que el miedo en los rostros conocidos, en los vecinos de toda la vida que ahora lo miraban como a un extraño.

Nora dió un paso adelante, interponiéndose entre él y la multitud.
—¡No es lo que creen! —exclamó, su voz clara en medio del caos— ¡Él no tiene la culpa!

Un silencio breve, cargado de tensión, se extendió entre los gritos y el repicar de las campanas, pero la tierra volvió a estremecerse y aquel murmullo se convirtió en estampida, la gente corría en todas direcciones, empujándose, chocando entre sí, más dispuestos a huir que a escuchar.

Entonces, ocurrió.

Un relámpago iluminó la plaza por completo y en ese destello, justo en el centro, sobre el empedrado empapado, se dibujó una sombra que no podía pertenecer a ningún ser humano.
Alta, imposible, con bordes que parecían cambiar de forma como humo sólido.

Por un instante, creyó escuchar en su mente la voz de Odel, como un eco antiguo...

"El Heraldo no viene a destruir, sino a recordar lo que el mundo quiso olvidar."

El aire se volvió denso, caliente, aunque la lluvia no cesaba.
Elian sintió la marca vibrar bajo su piel, como si no fuera carne, sino un hilo ardiente que lo unía a aquello que estaba apareciendo.

Nora lo miró, con el rostro empapado y los ojos abiertos de par en par.
—Elian... —murmuró, aunque ya no era necesario decir más.

Él lo sabía.
La espera había terminado.

Lo que lo había marcado aquella noche de la que nunca hablaba, lo que lo había perseguido en sueños, lo que ardía en su piel cada vez que el cielo rugía... había llegado.

El aire de la plaza se llenó de un zumbido grave, como si las campanas de la iglesia resonaran dentro del pecho de cada persona, los faroles de gas que aún resistían parpadearon, proyectando sombras temblorosas que parecían querer huir del suelo.

Elian sintió la tensión de la gente arremolinada alrededor, su miedo se volvía casi tangible, un murmullo de oraciones rotas, maldiciones y sollozos.

—¡Es una señal! —gritó una anciana desde el borde de la multitud— ¡Lo que viene nos va a devorar a todos!

Las palabras encendieron aún más la histeria.

Algunos comenzaron a correr hacia los callejones, otros se arrodillaban bajo la lluvia, como si esperaran un castigo divino.

Pero nadie podía apartar la vista de la sombra que seguía creciendo en el centro de la plaza.

No tenía forma definida, y sin embargo, imponía una figura imposible de ignorar, no era humo ni niebla, tampoco cuerpo del todo; era un vacío que se recortaba contra la tormenta, como un agujero en la realidad misma. Cada relámpago parecía darle un contorno distinto, a veces alargado, con alas descomunales; a veces humano, con extremidades demasiado largas para serlo.

La cicatriz de Elian ardía como nunca.

Sentía que lo jalaba hacia esa figura, como un ancla invisible, trató de resistirse, de retroceder, pero sus pies parecían hundirse en la piedra mojada.

Nora lo sostuvo con fuerza.
—No dejes que te arrastre —le susurró, aunque ni siquiera estaba segura de a qué.

Las campanas repicaban tan fuerte que el aire vibraba en los huesos.

Elian apretó los párpados un instante y, cuando los abrió, lo supo, el Heraldo había cruzado.

No con cuerpo, no del todo, pero lo suficiente para hacerse sentir.

El vacío en el centro de la plaza se contrajo y, por un segundo, la lluvia dejó de caer sobre ese punto, como si la tormenta entera lo rehusara, el agua golpeaba alrededor, pero ahí no, ahí solo existía un silencio opresivo que helaba la sangre.

Un niño rompió a llorar entre la multitud, su madre lo tomó en brazos y huyó.

Los demás, en cambio, dieron un paso atrás, abriendo un semicírculo de distancia que dejaba a Elian y Nora cada vez más expuestos.

—¡Él lo llama! —acusó un hombre con voz quebrada, señalando a Elian— ¡Es él quien lo trae!

Elian quiso responder, pero su garganta estaba cerrada.
La cicatriz pulsaba en sincronía con aquella presencia, como si fuera su eco, su reflejo.

Nora lo miró, empapada, temblando y aun así, había firmeza en su voz.
—No es él. —Dió un paso al frente, enfrentando las miradas de todos— ¡No entienden lo que ven!




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.