El murmullo del pueblo no se apagó del todo después de aquella noche. Aunque la lluvia había cesado y las campanas callaban por fin, algo quedó vibrando en el aire, como si los muros mismos de Harlan hubiesen retenido el temblor y ahora lo respiraran en silencio.
Nora lo notó apenas cruzaron la plaza a la mañana siguiente.
No eran solo los charcos que reflejaban un cielo nublado ni las ramas desprendidas de los árboles; era la manera en que la gente los miraba. Había rostros endurecidos, otros temerosos, algunos que cargaban una sombra de compasión y todos, inevitablemente, se posaban sobre Elian.
Él caminaba con la capucha de la chaqueta cubriéndole parte del rostro, pero era inútil, nadie podía olvidar la cicatriz que había brillado en la tormenta, aunque intentara ocultarla, la marca ya no era un secreto. 
 Mientras cruzaban la plaza, cada paso resonaba demasiado fuerte, como si el suelo mismo los delatara. 
—Nos observan como si fuéramos los portadores de la desgracia —murmuró Nora, apenas moviendo los labios.
—No es "nosotros" —corrigió Elian, con la voz baja— Soy yo. Siempre he sido yo.
A la entrada de la plaza, bajo el soportal de la vieja panadería, un grupo de ancianos se reunía como cada mañana. Ellos eran los guardianes involuntarios de la memoria de Harlan, quienes tejían historias que sobrevivían al paso de los años más que cualquier registro escrito.
Cuando Elian y Nora pasaron cerca, las voces alcanzaron a flotar hasta ellos.
—No es la primera vez —dijo una mujer encorvada, con el cabello blanco recogido en un moño apretado— Yo tenía la edad de esta muchacha cuando escuché las campanas sonar sin mano que las tocara.
—Bah, cuentos de tormenta —replicó un hombre de bastón, aunque sus ojos no escondían el temblor— Lo que tú viste fue distinto, esta vez hubo fuego en la piel de un hombre.
—¿Y no lo recuerdas? —lo increpó la mujer, golpeando el suelo con su pie delgado— Hubo otro antes. 
 Otro marcado.
El murmullo se intensificó.
Nora se detuvo a escuchar, pero Elian la tomó del brazo para seguir caminando.
Ella resistió un poco.
—¿Qué significa? —susurró.
—Significa que la historia nunca se quedó enterrada tanto como yo creí —contestó él, con un dejo de amargura.
Entonces Nora entendió que en Harlan, las historias no morían, solo cambiaban de rostro. 
 Más tarde, cuando lograron refugiarse en la biblioteca —esa torre que parecía resistir todas las tormentas— Elian se quitó la capucha. El resplandor había desaparecido, la cicatriz era apenas una línea blanca sobre la piel, pero para él ardía todavía.
—Crecí escuchando que estaba marcado por el destino —dijo, sin que Nora le preguntara— Al principio, eran murmullos a mis espaldas, luego fueron miradas, después, sospechas abiertas.
Se sentó frente a una mesa y se pasó la mano por la frente.
—Algunos me culpaban de cualquier desgracia...una cosecha perdida, un río desbordado. 
 Para ellos, yo era un recordatorio de algo que no querían aceptar, que Harlan guarda un secreto.
Nora lo observó, con esa calma que solo a ella parecía despertar el peligro.
—Y otros... ¿qué hicieron? —preguntó.
Él esbozó una media sonrisa sin alegría.
—Otros se compadecieron. 
 Pero la compasión puede ser tan cruel como la culpa, cuando alguien te mira con lástima, es como si te borrara, ya no eres tú, solo eres la marca.
Sus dedos rozaron la cicatriz.
—Aprendí a callar, a fingir que era un accidente, un tropiezo contra un barandal viejo. 
 Pero por dentro... por dentro sabía que no era verdad.
El anciano más recordado de Harlan era Harrow, que en sus años jóvenes había sido campanero de la iglesia. Nadie tocaba las campanas como él, con una fuerza que hacía vibrar hasta los huesos de la montaña.
Una tarde, Nora lo buscó, había oído su nombre en los susurros de la plaza. 
 Harrow la recibió en su casa de madera, con el fuego encendido y un té amargo que olía a hierbas.
—Vi al Heraldo una vez —dijo él, apenas ella mencionó la marca de Elian— No me lo contaron, lo vi con mis propios ojos.
Nora sintió que el aire se espesaba.
—¿Cuándo?
El anciano fijó la mirada en las llamas.
—Hace más de cincuenta años. 
 Yo era joven, fuerte... y necio. Había tormenta, como ahora, y las campanas comenzaron a sonar solas, subí a la torre para detenerlas, creyendo que era el viento, pero lo que encontré fue distinto.
Se inclinó hacia ella, bajando la voz.
—En la penumbra, vi a un hombre con una cicatriz que brillaba. 
 No era Elian, era otro, el mismo fuego, la misma marca y detrás de él... algo. 
 Una sombra que no tenía forma, pero cuyo peso llenaba el campanario.
Harrow se estremeció, como si todavía sintiera la presencia.
—Desde entonces, las campanas nunca sonaron igual y el hombre... desapareció. Nunca lo volvimos a ver.
Nora tragó saliva.
—¿El Heraldo?
El anciano asintió lentamente.
—Eso lo llaman algunos. 
 Yo lo llamo la deuda de Harlan, porque siempre regresa, y siempre encuentra a alguien.
Aquella noche, Elian soñó, o quizá no era un sueño.
Se vio a sí mismo de niño, con apenas siete años, jugando en los alrededores de la iglesia. La tarde caía, y las campanas repicaron sin que nadie estuviera en la torre, él alzó la vista y por un instante creyó ver un destello en lo alto, como una cicatriz encendida.
 Pero lo que realmente lo marcó fue la figura que se insinuaba detrás, una sombra vasta, sin contorno fijo, que se deslizaba por los muros como humo.
Elian había corrido hasta su casa, llorando, y su madre lo abrazó. 
 No dijo nada, pero en sus ojos brillaba un miedo que no necesitaba palabras.
Ahora, adulto, despertó con el mismo temblor en el pecho.
—No era imaginación —le confesó a Nora esa mañana, con la voz ronca— Yo lo vi antes, cuando era niño...La misma presencia que Harrow describió.